Hace cien años la prestigiosa revista alemana Annalen
der Physik publicó cuatro artículos que revolucionaron el
panorama científico. Los escribió Albert Einstein, un modesto 'oficial
de patentes de tercera clase' de 26 años. Debido a la trascendencia de
esos trabajos, el año 2005 ha sido declarado año internacional de la
física. Se celebra así el Annus mirabilis de
Einstein, nombre que recuerda otro año milagroso, 1666, en el que un
Isaac Newton de 23 años concibió buena parte de sus descubrimientos.
En el primero de sus trabajos, Einstein formuló la
teoría cuántica del efecto fotoeléctrico, estableciendo que el
intercambio de energía entre la radiación y la materia no se hace de
forma continua, sino en múltiplos de cuantos de
energía luminosa. En el segundo artículo estudió el movimiento
browniano para “encontrar hechos que garantizaran lo más posible la
existencia de átomos de tamaño definido”, cuya existencia no era
universalmente aceptada: 2005 es, también, el centenario del átomo. En
el tercer trabajo, Einstein estableció las bases de la teoría de la
relatividad especial, y en el cuarto la famosa relación entre masa y
energía, E = mc2 (escrita de otra forma). Aunque
Einstein es conocido sobre todo por la relatividad, el comité Nobel le
otorgó el premio de 1921 “especialmente por el descubrimiento de la ley
del efecto fotoeléctrico”. Al fin y al cabo, la relatividad pertenece a
la física que luego se llamaría clásica, y la del
efecto fotoeléctrico era una "revolucionaria" teoría cuántica.
Albert Einstein nació en Ulm (Württenberg). Su
infancia transcurrió en Munich en el seno de una familia judía
"completamente irreligiosa" y de economía acomodada aunque inestable.
Albert fue a una escuela primaria católica, y a los diez años ingresó
en el Gymnasium (Instituto) Luitpold, de
ambiente liberal y culto. "Como alumno –recordó- no era ni bueno ni
malo. Mi principal debilidad era mi escasa memoria para las palabras y
los textos”. Pero no fue, ni mucho menos, el mal estudiante que algunos
querrían imaginar en busca de consuelo: “en matemáticas y física
estaba, gracias al estudio que hice por mi cuenta, muy por encima del
nivel del colegio”. A los once años comenzó a estudiar a Euclides y a
los trece leía ya a Kant. Einstein también recibió clases de violín,
desarrollando una afición a la música que compartiría con otros grandes
físicos de la época: Max Planck (Nobel 1918) y Werner Heisenberg (Nobel
1932), por ejemplo, fueron excelentes pianistas.
A los 15 años Einstein dejó el Luitpold
Gymnasium, cuyos métodos memorísticos y disciplina le
repugnaban. Su personalidad empezaba a cristalizarse: popular, pero
distante; con muchos amigos, pero pocos íntimos. A los 16 años (dos
antes de lo usual) hizo el examen de ingreso del famoso ETH
(Politécnico) de Zurich y... fue suspendido. Pero sus resultados en
matemáticas y física fueron tan buenos, que se le recomendó que se
examinara de nuevo, y en 1896 ingresó en el ETH. El matemático Hermann
Minkowski, profesor suyo, diría de él que como alumno era un genio,
pero como estudiante un vago de siete suelas. Einstein asistía a clase
irregularmente, estudiando en casa a los grandes de la física y la
filosofía. También le gustaba la literatura, en especial Dickens,
Balzac y Dostoyevski, y de éste Los hermanos Karamazov,
probablemente la mejor novela desde El Quijote.
A menudo le acompañaba en su trabajo
Mileva Marić, la inteligente y decidida estudiante serbia con la que
acabaría casándose. Con la ayuda de los apuntes de su compañero Marcel
Grossmann, Einstein se graduó en Julio de 1900 (con nota media de 5
sobre 6). Curiosamente, el 14 de Diciembre de ese mismo año Planck
introducía ante la Sociedad Alemana de Física su famosa constante h
en un "acto de desesperación", necesario para poder explicar
adecuadamente todo el espectro de la radiación del cuerpo negro. Esa
fecha puede considerarse la del nacimiento de la física cuántica, a la
que Einstein contribuiría de forma esencial poco después. En esa época
Einstein era apátrida pues, disgustado “por la mentalidad militar del
Estado alemán”, había renunciado a la nacionalidad alemana en Enero de
1896; en 1901 adquirió la suiza, que ya conservó para siempre.
Einstein se colocó en 1902 en la oficina
de patentes de Berna, y se casó al año siguiente con Mileva Marić. Ésta
no contaba con la aprobación materna -“ella es un libro como tú, y
deberías tener una esposa…hipotecas tu futuro”, le decía- y acabó
siendo profundamente desgraciada. Einstein no fue buen esposo ni padre
ejemplar: el Einstein bonachón e irónico que reflejan las conocidas
fotos su madurez, ya en Estados Unidos, no siempre se corresponde con
el Einstein joven y europeo. Con Mileva tuvo dos hijos, Hans Albert
(1904), que acabaría siendo profesor de hidrología en Estados Unidos, y
Eduard (1910), inteligente y enfermo, que murió casi olvidado en un
psiquiátrico de Zurich. Con Mileva tuvo además una hija antes de
casarse, Lieserl, de la que se pierde inmediatamente todo rastro; de
hecho, su nacimiento fue mantenido en secreto hasta 1987 (los
documentos personales de Einstein fueron celosamente custodiados por
sus albaceas, que dificultaron la consulta de los que podían enturbiar
su figura). Einstein se divorció de Mileva en 1919 y se casó con su
prima Elsa, viuda y con dos hijas. Como Mileva, Elsa era mayor que él,
y de ella no tuvo descendencia. Tras partir en 1932 hacia los Estados
Unidos, Einstein ya no volvió a ver a su hijo enfermo ni a Mileva, que
murió, completamente sola, en 1948.
Pero volvamos a la ciencia de Einstein.
El principio de relatividad establece que las leyes de la física son
iguales en todos los sistemas inerciales: las magnitudes físicas pueden
cambiar de valor al ser referidas a otro sistema inercial, pero en
todos ellos rigen idénticas leyes. Así pues, su
nombre no es afortunado, pues si bien la elección de sistema de
referencia no es importante –es relativa- el principio nos habla sobre
todo de lo que no lo es: de la invariancia de las leyes físicas
respecto al sistema inercial considerado. Este aspecto absoluto de la
relatividad no le pasó inadvertido -dicho sea de paso- a José Ortega y
Gasset (vid. El tema de nuestro tiempo). Pero
conviene aclarar un malentendido común: estrictamente hablando, la
vieja mecánica de Newton también es relativista. Lo diferente son las
transformaciones que relacionan los sistemas de referencia inerciales
en una y otra mecánica, que en la newtoniana determinan el principio de
relatividad de Galileo y en la einsteiniana (o
‘relativista’ a secas, en el uso consagrado y no muy preciso del
término) el principio de relatividad de Einstein.
Cuestionar el principio de relatividad –sin más-
implica rechazar, a la vez, ¡la mecánica de Newton y la de Einstein!
Ambas mecánicas son, no obstante, muy diferentes: el tiempo y el
espacio poseen un carácter absoluto en la de Newton que no tienen en la
de Einstein, donde dependen del observador. Como dijo Minkowski en
1908: “de ahora en adelante, el espacio y el tiempo por sí mismos están
destinados a hundirse entre las sombras; sólo una especie de unión
entre ambos [el espacio-tiempo] retendrá una
existencia independiente”.
El año 1914 encuentra a Einstein
establecido en Berlín, ya científico reconocido y director del
Instituto Káiser Guillermo. Einstein adoptó una actitud decididamente
pacifista y, pese a la guerra, trabajó intensamente, estableciendo la
teoría de la relatividad general en 1916. En la
especial había que conceder un carácter privilegiado al movimiento
uniforme. Entonces, ¿cómo deberían ser las leyes de la naturaleza para
que se aplicasen a cualquier sistema de
coordenadas? Einstein había concluido ya en 1907 que no había razón
para distinguir entre un sistema de referencia en reposo en un campo
gravitatorio y otro uniformemente acelerado. Con la relatividad general
dio paso más, construyendo una teoría de la gravedad en la que sus
efectos se deben a la geometría (riemanniana) del espacio-tiempo: la
relatividad general es, sencillamente, una dinámica del espacio-tiempo
físico.
La gente se
acostumbró poco a poco a la idea de que la geometría del espacio era la
esencia de la realidad física
[chiste de Rea Irving en The New Yorker, 1929]
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La teoría de Einstein modificaba la
sagrada ley de la gravitación universal de Newton. ¿Cómo comprobarlo?
El pequeño desacuerdo del movimiento del planeta Mercurio con la
mecánica newtoniana resultó estar, para delicia de Einstein, en
perfecto acuerdo con su teoría. Pero ésta contenía, además, una
predicción espectacular: la luz poseía ‘peso’, es decir, debía ser
atraída y desviada por los cuerpos celestes. Tras su verificación, el Times
de Londres del 6-XI-1919 anunció: “Revolución en la ciencia –nueva
teoría del universo- las ideas de Newton, derrocadas”. “Ya sabía yo que
tenía razón”, afirmó Einstein al conocer los resultados. ¿Y si hubieran
sido negativos? “Entonces lo sentiría por el buen Dios; la teoría es
correcta”. En su formulación, Einstein no partía de la experimentación:
las hipótesis iniciales dotaban a la teoría de un gran contenido
conceptual y hasta filosófico, y su propia belleza constituía la mejor
garantía de su veracidad.
Einstein adquirió súbitamente fama
universal. En 1921 visitó los Estados Unidos, donde se le hizo –como en
otros países- un recibimiento apoteósico. En España –tras contactos con
Esteve Terradas, Julio Rey Pastor y Santiago Ramón y Cajal- estuvo
diecisiete frenéticos días en 1923, en Barcelona, en el Institut
d'Estudis Catalans, en Madrid y luego en Zaragoza. En Madrid
dió charlas en el Seminario Matemático de la Junta de
Ampliación de Estudios y en la famosa Residencia de
Estudiantes (con Ortega de traductor); fue nombrado miembro
de la Academia de Ciencias en presencia de Alfonso XIII y habló en el
Ateneo en un acto presidido por Gregorio Marañón. En cierta ocasión, el
físico P. Ehrenfest le preguntó por la razón de su visita a España,
donde “no había física de interés para él”. “Sí -respondió Einstein-
pero el rey da unas fiestas excelentes...” La realidad es que la visita
fue agotadora, con conferencias, entrevistas, reuniones, honores y
homenajes, entusiasmo de público y prensa y –también- alguna polémica
con grupos que querían apropiarse de Einstein para su causa.
Científicos (Terradas, Blas Cabrera, Julio Palacios, Fernando Lorente
de Nó, Ramón y Cajal, etc), políticos y hasta sindicalistas mantuvieron
contactos con el ilustre huésped. Einstein aprovechó su estancia para
visitar Toledo; cuenta Ortega que pasó casi todo el tiempo en la
sinagoga de Santa María la Blanca “soñando Dios sabe qué”.
Albert
Einstein visita Barcelona el 23 de febrero de 1923 (Foto de J.M.
Segarra).
Arxiu Fotográphic de l’Arxiu Històric de la Ciutat de Barcelona.
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En Alemania, sin embargo, la situación
personal de Einstein comenzaba a ser muy difícil por ser judío. Incluso
un Nobel de física (1905), Philipp Lenard (quien se afiliaría al
partido nazi), se alzó en contra suya, y en Leipzig se publicó 100
autores contra Einstein. “Si estuviera equivocado, un solo
profesor bastaría”, comentó. Tras rechazar varias ofertas de trabajo
(la Universidad Central de Madrid también le ofreció en 1933 una
cátedra extraordinaria), Einstein y su esposa partieron en 1932 hacia
los Estados Unidos. En una anticipación al 1984 de
George Orwell, la voz ‘Einstein’ en la enciclopedia alemana fue
modificada para decir: “destituido en 1933 de su puesto de Director del
Instituto Káiser Guillermo y privado de la ciudadanía alemana. Desde
entonces vive en el extranjero”. Einstein nunca perdonó a Alemania, y
jamás volvió a ella.
En 1933 se instaló el Instituto de
Estudios Avanzados de Princeton y en 1940 adquirió la nacionalidad
estadounidense. Allí dedicó veintidós años a meditar sobre la
naturaleza de la física cuántica y a la búsqueda de una teoría
unificada de la gravedad y del electromagnetismo, pero el éxito no le
acompañó esta vez: "lo que Dios ha separado, no lo una el hombre",
decía con su mordaz ironía otro físico ilustre, Wolfgang Pauli (Nobel
1945). Sus mayores contribuciones a la ciencia quedaron en Europa. Su
rechazo de la teoría cuántica 'ortodoxa' ilustra la concepción
einsteiniana de la realidad física, y merece un comentario.
La física clásica distingue perfectamente
entre el observador y lo observado, separación que no es factible en el
mundo atómico. Como Einstein mismo había contribuido a establecer, la
luz no siempre se comporta como una onda, sino que a veces presenta
aspectos corpusculares: se llama fotón al
corpúsculo luminoso. Esta dualidad partícula-onda de la luz fue
extendida en 1914 por Louis de Broglie (Nobel 1929) a los cuerpos
materiales, y se confirmó experimentalmente en 1927. Pero en ese caso,
por ejemplo, ¿qué es un electrón? ¿una onda o un corpúsculo? El físico
danés Niels Bohr (Nobel 1922), resolvió la situación por medio del principio
de complementariedad: ambas descripciones, corpuscular y
ondulatoria, son complementarias. El observador contribuye a determinar
lo que percibe: distintas experiencias conducen a distintas
‘realidades’ y ningún fenómeno cuántico elemental es un fenómeno hasta
que se observa. Einstein, por el contrario, sostenía que la teoría
cuántica proporcionaba una descripción parcial de
la realidad, por lo que sólo constituía un estadio intermedio hacia
otra teoría más completa, negándose a aceptar la interpretación
de Copenhague (de Bohr y Heisenberg) de la mecánica cuántica,
admitida por la mayoría de los físicos y, en la práctica, utilizada por
todos ellos (Einstein incluido). Einstein, sin embargo, no estuvo solo
en ese rechazo: lo compartieron –en mayor o menor grado- otros ilustres
físicos como Planck, de Broglie y Erwin Schrödinger (Nobel 1933). Aún
hoy, la insatisfacción por algunos aspectos de la teoría cuántica sigue
en pie, pese a que la polémica Einstein-Bohr parece estar resuelta experimentalmente
en contra de Einstein.
La extraordinaria fama de Einstein le
permitió hacerse oír también en todo tipo de foros políticos y
sociales. Por ejemplo, Einstein se identificó con el pueblo judío y se
hizo ferviente sionista a partir de 1919: “soy contrario al
nacionalismo pero estoy a favor del sionismo”, manifestando su alegría
porque hubiera “una diminuta mota en esta tierra donde los miembros de
nuestra tribu no sean extranjeros”. A la muerte de Chaim Weizmann en
1952, David Ben-Gurion sugirió a Einstein como sucesor en la
presidencia de Israel. “Conozco algo sobre la Naturaleza, pero
prácticamente nada sobre los hombres” afirmó para declinar el
ofrecimiento, estableciendo así un criterio que, de aplicarse, dejaría
a un buen número de Estados sin su cabeza visible. Cabe preguntarse,
como me comentó el ilustre hispanista y entonces presidente de Israel,
Dr. Navón, qué hubiera sucedido de haber aceptado.
Einstein fue toda su vida un pacifista
convencido. Ello no le impidió -como a tantos otros pacifistas-
sentirse beligerante cuando estuvo en peligro la libertad. Por eso
escribió el 2-VIII-1939 al presidente Roosevelt alertándole sobre la
posibilidad de construir una bomba de uranio. El temor a que Alemania
la consiguiera antes era fundado: la fisión del uranio había sido
descubierta por Otto Hahn (Nobel 1944) y Fritz Strassmann en el
Instituto Káiser Guillermo en 1938. En Alemania, además, estaba
Heisenberg; se sabe ahora que en febrero de 1942 dio una charla
titulada ‘Fundamentos físicos para obtener energía de la fisión del
uranio’, a la que siguió otra en presencia de Albert Speer, el eficaz
ministro de armamento y construcción de Hitler. Sin embargo, los
alemanes estuvieron muy lejos del 'éxito', y más aún los japoneses, que
también tuvieron un pequeño programa nuclear liderado por Yoshio
Nishina. Cabe especular sobre si Heisenberg no pudo o no quiso poner un
arma terrible en manos de los nazis, y sobre los motivos de su
misterioso viaje de 1941 al Copenhague ocupado para visitar a su
antiguo maestro y amigo Bohr; la famosa entrevista es la trama teatral
de Copenhague, de Michael Frayn.
Einstein no tuvo relación con el proyecto
Manhattan, que dirigió con extraordinaria eficacia el físico J. Robert
Oppenheimer. Tras las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki (el 6 y 9 de
Agosto de 1945) Einstein afirmó: “si hubiera sabido que los alemanes no
iban a poder desarrollar la bomba atómica, no hubiera hecho nada por
ella” ¿Demasiado tarde? No cabe aquí discutir, como Tolstoy en Guerra
y Paz, la posible importancia de pequeños acontecimientos en
el curso de una guerra. Es más que probable que sin las cartas de
Einstein todo hubiera seguido un curso semejante. En cualquier caso,
Einstein dedicó toda su influencia y su prestigio a advertir a la
humanidad del peligro de un holocausto nuclear, firmando el manifiesto
Russell-Einstein dos días antes de morir, el 18 de Abril de 1955.
¿Dónde radicó el genio de Einstein? Él
mismo había indicado que su cerebro debía ser utilizado con fines
científicos. Durante la autopsia le fue extraído y, en 1999, la revista
The Lancet publicó el primer estudio
anatómico detallado. Se encontró que los lóbulos parietales,
importantes en el razonamiento espacial y matemático (esencial, por
ejemplo, en la formulación de la teoría de la relatividad), eran más
grandes y simétricos en el cerebro de Einstein. Se vio también que la
cisura de Silvio y los opérculos parietales estaban prácticamente
ausentes, algo que quizá permitiera una conexión nerviosa más eficaz y,
por tanto, una mayor inteligencia, de acuerdo con ideas que se remontan
a Santiago Ramón y Cajal (Nobel 1906). Pero, sea cual fuere la razón de
su genialidad, su legado es enorme, y no sólo –es importante
resaltarlo- en el campo del conocimiento puro.
En efecto: sus extraordinarios
descubrimientos teóricos constituyen la base de avances tecnológicos no
menos espectaculares. Las células fotovoltaicas, los transistores, los
ordenadores, la superconductividad, el láser, la medicina 'nuclear', la
óptica cuántica, los condensados de Bose-Einstein (una de las muchas
otras contribuciones de Einstein que no he mencionado), la
nanotecnología, la computación cuántica, la biología molecular, la
energía nuclear, la exploración del espacio y en general la microfísica
y las bases de la química, deben mucho a la mente de Einstein y a otras
igualmente curiosas. Hasta la relatividad general tiene aplicaciones
bien cercanas: la precisión de los sistemas de localización (GPS) sería
imposible sin las correcciones por gravedad y velocidad de los
satélites que se usan en la triangulación. La vida actual sería
sencillamente imposible sin la tecnología que tiene su origen en la
física de Einstein. Conviene recordarlo cuando se oye que la
investigación debe ser aplicada y orientada a resolver sólo problemas
'prácticos', pues a todo gran avance conceptual le sigue,
inexorablemente, una gran revolución tecnológica.
Todas las ideas
fundamentales de la física moderna -relatividad, teoría cuántica,
cosmología- nacieron en el primer cuarto del siglo XX. La contribución
de Einstein al conjunto de esas ideas fue mayor que la de cualquier
otro científico. En lo social, Einstein mostró una preocupación,
independencia e integridad fuera de lo común, pese a que se enfrentó a
disyuntivas de extrema gravedad, que casi nadie ha tenido que afrontar.
En ningún campo, sin embargo, realizó ninguna aportación comparable a
las que hizo en el de la física, a la que dedicó lo mejor de su
actividad. Así, sus ideas sobre la imperiosa necesidad de ‘un gobierno
mundial’ son más propias de un espíritu utópico que de un conocedor de
las sociedades creadas por el hombre, quizá porque en sus muchas
consideraciones sobre la naturaleza humana no parecía tener cabida la
teoría de la evolución. Hubiera sido interesante conocer su parecer
sobre el 1984 de Orwell, quien tenía una visión más
sombría de los supergobiernos. Sin embargo, el prominente lugar de
Einstein en la historia está garantizado por sus excepcionales
contribuciones a la ciencia y por ser, junto con Newton, uno de los dos
físicos más grandes que han existido. Por ello, si Einstein viviera
hoy, contemplaría con satisfacción cómo la física teórica moderna sigue
el camino de la unificación de las interacciones y de la geometrización
de la naturaleza que él mismo trazó, y cómo la teoría cuántica –que
nunca le satisfizo- está atravesando una segunda revolución cuyo
resultado final aún no es predecible.
Cien años después de su Annus
mirabilis, la ciencia continúa explorando el universo de
Einstein. Los problemas que él no pudo resolver determinan, todavía
hoy, la frontera del conocimiento. Por ello, apenas entrados en el
siglo XXI, y ante la creciente banalización del conocimiento y la
cultura, es conveniente recordar lo que el propio Einstein afirmó en
1952 y que, sin duda, le es aplicable a él mismo: “sólo hay unas
cuantas personas ilustradas con una mente lúcida y un buen estilo en
cada siglo. Lo que nos ha quedado de su obra es uno de los tesoros más
preciados de la humanidad... No hay nada mejor para superar la
presuntuosidad modernista”.
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