Fue abriendo surcos en la tierra árida
sonando con la huerta y los frutales que le vieron crecer.
Amante de sus tostadas con aceite y
orgulloso de su familia,
tenía pasión por sus hijos y hablaba de sus éxitos como si de los suyos
se tratara.
Trabajo y constancia, descanso y planes
sin fin; quizá nunca
descansaba, pues su trabajo lo hacía con la cabeza y ésta no paraba
nunca.
Su calculadora tenía borrados los
dígitos de tanto usarla,
pero a él no le hacía falta sustituirla porque sabía el sitio exacto de
cada una de sus teclas.
Jovial pero listo, tozudo pero amable,
analista y tenaz pero
soñador y noble, gustaba de apoyarse en la gente. Yo me sentía
orgulloso de haber sido en muchos momentos su garrote...
Buen conversador y pedagogo, le gustaba
enseñar lo que sabía,
pero su técnica no era agresiva, su letra no tenía que entrar con
sangre, sino con razones.
La investigación requiere paciencia
-eso decía- paciencia,
“paz y ciencia” envuelta en el humo de sus interminables “ducados”.
Se adelantaba a su tiempo y no se
cansaba de sembrar de
chismes raros los puestos de trabajo. Admirador de los ingenios, era
consciente de que éstos deben estar al servicio del hombre para su
desarrollo y bienestar.
Durante la puesta en marcha de los
muchos artilugios que
inventaba, a veces le gastábamos alguna broma para que nos dejase un
rato en paz y se iba refunfuñando, pero al cabo de un rato regresaba
con sonrisa socarrona, volviendo a la carga entre toses y más humo.
Cuando ese humo le presentó su factura,
comprendí que se marchaba mi maestro.
Hasta siempre, don Francisco, y que
descanse, y si Dios quiere, seguiremos hablando.
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