Se supone que este texto debería
titularse de otro modo. Lo
aclaro de antemano porque me pidieron que escribiera sobre mi obra y mi
trayectoria artística, pero pronto vi que esto me iba a resultar, si no
imposible, sí al menos muy embarazoso. Creo que es preferible que este
encargo se le haga a alguien que me conozca, que sepa de mi trabajo
como artista, y que, viéndome desde fuera, pueda aportar una visión más
objetiva que la que podría dar uno sobre sí mismo. Así, y abusando de
la amistad y de la confianza de quienes dirigen esta revista, he
preferido que estas líneas estén dedicadas a alguien que para mí ha
sido un ejemplo y a quien profeso un gran respeto y admiración desde mi
infancia. Yo, que me muevo desde hace ya muchos años entre la docencia
y el arte, he querido dedicárselas a un gran artista y un gran profesor.
Hace unos meses tuve la ocasión de visitar la exposición ‘Espacio,
geometría y color’ que organizaba la Diputación de Sevilla. La muestra
presentaba un recorrido antológico por lo que ha sido la labor
artística de uno de los pintores más interesantes, y también menos
conocidos, que ha parido nuestra fecunda tierra sureña. Se trata de
Diego Ruiz Cortés, un artista, que durante algunos años estuvo
vinculado a nuestra ciudad y que dejó una huella imborrable en muchos
de los que entonces éramos niños y nos gustaba todo eso de la pintura y
el dibujo. En la magnífica exposición, que recogía una selección de
pinturas desde principios de los 50 hasta nuestros días, se mostraban
algunas obras que yo ya había visto, siendo muy pequeño, en las salas
del Palacio Abacial. Unos cuadros en los que los trazos negros y
amarillos aportaban una visión personal sobre las tierras de Alcalá
después de la quema del rastrojo, una metáfora quizá de la situación
por la que atravesaba nuestro pueblo en aquel momento, y que trajeron a
mi memoria un aluvión de recuerdos. Recordé una época difícil en la que
yo estaba dando mis primeros pasos en esto del arte y en la que tuve la
suerte de tropezarme con un profesor de dibujo que se implicó al máximo
con sus alumnos y que consiguió que alguno de ellos terminara siguiendo
sus pasos.
Diego Ruiz Cortés nació en La Puebla de
Cazalla (Sevilla) en
1930. Estudió Bellas Artes en la capital hispalense y ya desde muy
joven participó en los primeros movimientos de renovación de la
plástica andaluza, que en la Andalucía occidental tuvieron su
concreción, durante la década de los 50, en los grupos ‘Joven Escuela
Sevillana’ y ‘La Rábida’. Fue ésta una época en la que, en diferentes
puntos del país, empezaron a surgir los primeros movimientos culturales
y artísticos encaminados a superar el letargo cultural producido por la
Dictadura, y Diego participó en esta corriente renovadora junto a
artistas como Carmen Laffon, José Luis Mauri o Paco Cortijo.
A finales de los sesenta Diego Ruiz
Cortés es destinado como
profesor de Dibujo al recién inaugurado Instituto Alfonso XI de Alcalá
la Real. Aquí desarrollará, hasta 1972 y simultáneamente, su labor
docente y artística. Son estos unos años, como bien apunta Ivan de La
Torre, “… de vital importancia por recoger y sintetizar los logros
conseguidos en torno al paisaje, prefigurando recursos plásticos que
conformarán sus consiguientes etapas en las que la abstracción
geométrica será nota predominante”[1]
Pinta los campos de Alcalá, retrata a compañeros y amigos, y pronto
contacta con los pintores locales que por aquellos entonces estaban
creando un ambiente de efervescencia artística, a pesar de las
dificultades que podían encontrarse en un pueblo de interior de la
Andalucía de principios de los setenta. Pepe Sánchez o Lola Montijano,
entre otros, fueron testigos de la llegada de este soplo de aire fresco
que trajo Diego al ambiente artístico alcalaíno.
En el instituto, don Diego, como lo llamábamos sus alumnos, no se
limitó sólo a ejercer su magisterio en largas jornadas laborales
durante la semana, sino que aún fue capaz de sacar energías y ganas de
no se sabe dónde para, en un ejemplo de entrega a la docencia, impartir
clases de pintura, en horario no lectivo, durante las mañanas de los
sábados. Asistíamos a ellas un gran número de niños que, bajo su
dirección, tuvimos nuestro primer contacto con el óleo y con los
lienzos, en un aula de dibujo recién estrenada que para nosotros era
uno de los sitios más maravillosos del mundo. Así pasaron tres años
que, viéndolos desde la distancia, parece que fueron más. Diego marchó
después a su tierra sevillana y allí siguió ejerciendo su labor docente
hasta su jubilación en 1995.
Durante unos años prácticamente desapareció del circuito
expositivo participando sólo en contadas colectivas, con alguna
excepción, como la exposición individual de 1982 en la Galería Melchor
de Sevilla. Sin embargo su producción artística no cesó. A partir de
1995 vuelve a mostrar su obra con más asiduidad y ésta empieza recibir
el reconocimiento que se merece. La sevillana Galería Birimbao,
dirigida por cierto por la alcalaína Mercedes Muros junto con Miguel,
su marido, presenta en 2006 una de sus últimas exposiciones
individuales. Lleva por título ‘Geometría íntima’ y es una deliciosa
colección de dibujos sobre papel en los que la abstracción geométrica
es ya la protagonista absoluta.
La pintura de “este reflexivo y
silencioso pintor”, como lo
define Fernando Martín1, ha ido evolucionando y lo ha hecho siempre
desde planteamientos muy personales, con una fuerte presencia de la
geometría y el color. Humanismo y razón, ciencia y emoción: líneas
rectas, polígonos, espacios y perspectivas a veces imposibles, colores
que llenan esos espacios y en ocasiones los desbordan, todo un
vocabulario personal puesto al servicio de los sentimientos. Un
repertorio plástico voluntariamente limitado, austero en muchos casos,
que nos confirma, como ya lo hicieron en su momento los tracistas
árabes en la Alhambra, que la geometría, la matemática visible del
espacio, no es tan fría cuando la razón y el corazón se confabulan para
emocionar al espectador.
El silencio que ha envuelto su trabajo
durante décadas está
siendo sustituido, afortunadamente, por el reconocimiento que merecen
su obra y su persona. La reciente exposición antológica referida o la
publicación de una tesis doctoral sobre su obra1, no vienen sino a
confirmar que nos encontramos ante alguien que, a pesar de su
sencillez, es importante.
Diego ha sido siempre un ejemplo como
profesor y como artista.
Ha sabido compaginar dos profesiones que, aunque viéndolas desde fuera
puedan parecer otra cosa, están llenas de dificultades e ingratitudes,
como bien sabemos quienes estamos inmersos en ellas.
Sus años alcalaínos siguen siendo una
referencia en todas las
publicaciones y estudios que van apareciendo sobre su obra. Fueron
importantes para él, pero también fueron importantes para Alcalá. Por
eso me permito reclamar desde estas páginas que Alcalá, un pueblo que
ama la cultura y que es generoso y agradecido con quienes han dejado su
huella en él, le rinda el homenaje que se merece y que lo haga de la
mejor manera posible. Han pasado más de 35 años desde que sus obras
estuvieron expuestas en las vetustas salas del Palacio Abacial. Yo creo
que ya va siendo hora de que podamos disfrutar otra vez de
ellas.
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Bibliografía
[1] De la
Torre Almerighi, I. "Humanismo, fragmentación, abstracción (de la
década de los 70 a los 80)". En Diego
Ruiz Cortés. Espacio, geometría y color. Sevilla, Casa del
Provincia, 2007.
[2] Martín Martín, F.
"Diego Ruiz Cortés, humanismo y razón". En Diego Ruiz Cortés. Obra de los
años 70. Serie cabezas. Galería Feñix Gómez, 2005.
[3] Soler Ballesteros, J.
"Diego Ruiz Cortés. Espacio, geometría y color". Editorial Cooperación Municipal. Sevilla,
2007.
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