Es frecuente opinar que la poesía, o la literatura
en general, se opone a la tecnología. Para el pensamiento común, la
poesía entraña creatividad, espíritu, sentimiento, mientras que la
tecnología connota frialdad, razón y objetividad. No hay nada menos
poético –tendemos a pensar- que un artefacto inerte y desalmado que
sencillamente se limita a facilitarnos –y a veces hasta a fastidiarnos-
la vida. La técnica no tiene nada que ver con lo humano, mientras que
la poesía y el arte sí. De ahí la distinción académica entre ciencias
de la naturaleza, dentro de las cuales se patrocinó el
desarrollo de la técnica como instrumento de conocimiento, y ciencias
del espíritu, que, contrariamente, tienen que ver con el
pensamiento, la subjetividad o incluso el corazón. En el siglo XX, el
de más extenso desarrollo de la tecnología nunca visto en la historia,
proliferaron incluso las voces que acusaron a la técnica de
deshumanizar el mundo. Tal vez la frase más representativa al respecto
sea la de Theodor W. Adorno, filósofo de la Escuela de Frankfurt, que,
habiendo sufrido de cerca las atrocidades del régimen nazi, basadas en
un desarrollo perverso de la técnica, sentenciaba que no podría haber
poesía después de Auschwitz. La técnica nos había deshumanizado tanto
que el hontanar de la inspiración artística se secaría, como la tierra
baldía de Eliot, para siempre. De ahí a los futuros distópicos
diseñados por buena parte del cine y la literatura de ciencia ficción
sólo hubo un paso, el pequeño paso que ahormaría, sin embargo, la
visión que todavía hoy tenemos de la técnica. En consonancia con la
actitud pesimista de Adorno, podemos citar como ejemplo la película Teléfono
rojo, volamos hacia Moscú, de Stanley Kubrick, donde se nos
muestra sin ambages el horror a que hemos llegado construyendo una
tecnología nuclear capaz de arrasar para siempre la vida de este
planeta. O también aquellos relatos de ficción que responsabilizan a la
técnica de convertir a los hombres en seres insensibles (Equilibrium),
a la frondosa naturaleza en un desierto en blanco (Matrix), a los
robots en los nuevos amos del mundo (Yo, robot) o a
la propia técnica en una inquietante conciencia más allá de lo humano (2001,
una odisea en el espacio).
Uno de los
carteles promocionales del último montaje de la película
Blade
Runner, de Ridley
Scott, en el que se muestran distintas imágenes
del replicante Roy Batty. Su monólogo final, con el que se inicia este
artículo, ha pasado a la historia del cine. |
Debido a su capacidad de entretenimiento, la
ficción poética, literaria o cinematográfica ha sido siempre una de las
herramientas más poderosas de la educación y a ella debemos, en buena
medida, nuestras más arraigadas convicciones. La que ha difundido en
torno a la técnica, como las que hemos mencionado, merece especial
atención porque muestra la versatilidad de opiniones a que ha dado
lugar y, más allá de ello, nos enseña que el paso del tiempo no hace
menos ejemplares las interpretaciones. Una muestra de ello la conforman
los intelectuales y los poetas del 27.
Hay que
tener en cuenta que los escritores
españoles del modernismo, generación inmediatamente anterior, habían
promovido una visión apocalíptica de la técnica como forma de desarmar
una sociedad positivista y científica que hacía cada vez más inhumano
el mundo. Recreando los mitos de un pasado sin progreso y siempre
mejor, asumiendo como suyas las enseñanzas mistéricas de la antigüedad
y atados todavía a una ideología de cariz romántico, los modernistas
acariciaban la idea de restaurar una manera de entender el mundo que
trascendiera lo racional, cuyo símbolo más excelso lo constituía la
técnica. Antonio Machado, por ejemplo, satirizó los grandes inventos,
que, en su opinión, no reducían ni un ápice el misterio de la realidad.
Para ellos, la cultura del cientificismo no había hecho otra cosa que
desalmar el mundo, y la técnica, que era su aliada, tenía que pagar[1].
Todo lo contrario entendieron los del 27.
Como se sabe, esta generación coincide con el
espíritu europeo de la vanguardia. España no se mostró impermeable a
los nuevos aires de renovación estética y formal que soplaban desde
Europa y, de hecho, supo sacarles provecho de manera más que
encomiable. Bajo el término “ultraísmo”, dentro del cual se aglutinan
en España todos los movimientos vanguardistas de los años 20, y con el
impulso renovador de figuras como el chileno Vicente Huidobro o el
español Ramón Gómez de la Serna, el ambiente de la época se contagia de
los deseos de experimentación y ruptura que estaban cuajando en otros
territorios. El tono apocalíptico de los escritores del modernismo ante
los inventos y la ciencia cede entonces a favor de su exaltación. Los
poetas comienzan a cantar a las cosas, no sólo a las naturales, sino a
las artificiales, que se dignifican y convierten en merecedoras de
alabanza. Dentro de esta nueva ideología debemos entender también la
búsqueda generacional del ideal purista, heredado de Mallarmé, Valèry y
Juan Ramón, que tendía a desnudar cada vez más la poesía hasta dejarla
reducida a su esencia. Se desecha entonces lo anecdótico, lo
sentimental, lo narrativo, incluso el compromiso político con la
sociedad, sólo recuperado cuando la realidad política española se
recrudece en los años que preceden a la contienda civil. Se puede decir
que los poetas de la generación del 27, contagiados de estos nuevos
aires, buscan, cada vez más, la deshumanización.
Precisamente
éste es el término que encabeza el
famoso ensayo que José Ortega y Gasset dedicó al arte de vanguardia en
1925. En La deshumanización del arte[2], el
filósofo
español se hacía eco del nuevo talante rupturista que comenzaba a
fraguar entre los jóvenes poetas y artistas españoles. En consonancia
con una visión antirromántica del mundo, que Ortega cultivaba desde su
juventud, describía el arte nuevo como un arte impopular, sólo para
minorías, en virtud de su particular tendencia a la deshumanización, es
decir, a la erradicación de todo aquello que tuviera que ver con lo
humano, demasiado humano. El nuevo talante aristocrático percibido por
Ortega cuajó sin inconvenientes en la poesía del 27, cuyos miembros, en
su mayoría de ascendencia burguesa, consideraban innecesaria la
conquista de las masas[3].
El alejamiento respecto a un arte popular
favoreció la adquisición de nuevas características formales y de
contenido. Las principales que Ortega detectara en aquel momento eran,
por ejemplo, su tendencia a evitar las formas vivas y a conquistar la
pureza estética; también la paulatina tendencia a asimilar arte y
juego, arte e intrascendencia. ¡Se acabaron los grandes –y graves-
temas de la literatura, los nobles asuntos que dignificaban a los
poetas! mientras que, por contraposición, comenzaría el arte entendido
como broma y como fraude y el período de exaltación de lo
insignificante o baladí. Como dice Ortega, es como si los nuevos
artistas pusieran una lupa a lo microscópico (probablemente influidos
por la nueva técnica, precisamente, del
cinematógrafo, que, como dijera Walter Benjamin, utilizaba el encuadre
para llamarnos la atención sobre lo insignificante, que, de esta
manera, adquiría una importancia a contracorriente de la habitual).
Esta nueva visión del arte altera también la
concepción que se tiene del poeta. Para Ortega, el artista joven ya no
es el hombre que exterioriza su sufrimiento o su alegría, su pena o su
gozo, como el romántico; fiel a la deshumanización, el poeta actual,
cuando poetiza, se propone simplemente ser poeta. Es como si la parte
humana del artista quedase en suspenso, sublimándose hacia lo que en
ella hay de artista, sólo artista: “Ser artista es no tomar en serio al
hombre tan serio que somos cuando no somos artistas”, dice Ortega. El
símbolo de esta vuelta de tuerca lo constituyen los seis personajes en
busca de un autor, de Pirandello, entes de ficción que han trascendido
el patetismo de lo humano. El artista, como su arte, se vuelve también
inhumano.
La postura de Ortega desprejuicia a los lectores
de la falsa –por convencional- asimilación entre arte y humanismo,
mientras que nos pone en la pista de una radical transformación que
tiende a asociar lo artístico con lo inhumano. El arte no es más humano
que la técnica, por ejemplo, sino que, al menos en la España de los
veinte, de la que es imagen el propio filósofo, se percibe un
progresivo anhelo por desprestigiar esa relación y por encumbrar, en
contra, una práctica artística cada vez más alejada del hombre.
Si esta es la percepción que se tiene de la poesía
o del arte, ¿cuál es la de su supuesta enemiga la técnica? ¿Sufre ésta
un progreso paralelo, aunque inverso, de humanización?
Para contestar a esta pregunta, nada mejor que
acercarse al mismo Ortega y a alguno de los poetas del 27. El primero
de ellos escribió pocos años después de La deshumanización
del arte, en 1933, un breve ensayo para una serie de
conferencias impartidas en la Universidad de Verano de Santander que se
titula Meditación de la técnica. Leer este texto en
paralelo con el anterior constituye un buen ejercicio de superación de
prejuicios, tanto en lo que respecta al arte como en lo que atañe a la
técnica.
Superando
las visiones apocalípticas precedentes
en torno a la tecnología, Ortega intenta incluir el hecho de la técnica
en una antropología filosófica, es decir, en una reflexión sobre el
hombre. Lejos de enemistar humanismo y tecnología, el filósofo, que era
consciente de la negativa opinión que suscitaba, afirma sin escrúpulos
su imbricación. Fijémonos en la primera frase del ensayo: “Sin la
técnica, el hombre no existiría ni habría existido nunca”[4]. La
técnica
no sólo no es entendida como una amenaza para la humanidad, sino que,
sin ella, la humanidad ni siquiera existiría. En lugar de considerar
que el entorno más afín al hombre es la naturaleza, el
anti-roussouniano Ortega hace de la naturaleza la culpable del carácter
menesteroso del ser humano. La técnica, entonces, se vuelve necesaria,
tanto, que el hombre, más o menos conciente de ello, la convierte en
una sobrenaturaleza, en terminología orteguiana, un
ámbito artificial pero necesario para llevar a efecto su vida. Si la
naturaleza hace de nosotros seres con necesidades, la sobrenaturaleza,
en tanto reforma de la naturaleza, consigue suplir nuestras carencias[5].
Obsérvese
cómo, con definiciones como ésta, Ortega
altera la mentalidad común que se tiene de la técnica. Si el arte es deshumanizador,
la técnica, por el contrario, resulta humanizadora
porque justamente la necesitamos para hacer frente a los desafíos de lo
natural, a aquellos que requerimos, además, para distinguirnos de los
animales, para ser, precisamente, humanos. Y ese hacer frente a la
naturaleza nos convierte en humanos porque entre nosotros y los
animales existe una diferencia radical: el hombre, dice Ortega, no se
limita a buscar la supervivencia, sino que aspira a más, aspira a vivir
bien. Vida, afirma el filósofo a renglón seguido, para nosotros
significa no sólo estar, sino bienestar. El hombre
que sólo está, se deja vivir, y
se encuentra por ello más cerca del animal. Contrariamente, al hombre
que busca el bienestar no le ocurre eso, sino que hace
su vida que se encuentra entonces en sus manos. Pues bien,
para Ortega, este bienestar es la “necesidad de las necesidades” del
hombre[6].
Por decirlo de otra manera, lo que necesita
el hombre es –ojo con esto- lo superfluo, lo que
convierte el estar en bienestar, porque sólo con lo superfluo llega a
ser lo que es, un ser humano[7].
Pues bien, eso que es a un tiempo superfluo y
necesario es lo que proporciona a la vida humana la técnica. De ahí que
Ortega también la defina como el “esfuerzo para ahorrar esfuerzo”, como
el esfuerzo que hacemos en un momento dado de la vida para hacer frente
a la naturaleza y que, gracias a ella, convertimos en permanente
garantizando la conquista del bienestar.
Ortega, sin duda, es consciente de las enormes
dimensiones que había alcanzado la técnica a principios del siglo XX,
muy poco comparables, en cualquier caso, a la que ostenta en la
actualidad. Por eso no duda en destacar que el presente asiste a una
nueva etapa de autoconciencia a la que conviene en denominar,
resaltándolo lingüísticamente, la técnica del técnico.
Esta nueva edad tecnológica tiene una particularidad que la diferencia
de las etapas anteriores y que no es otra que el hecho de que, debido a
su expansión, nos ha hecho más concientes de las ilimitadas
posibilidades que nos ofrece. Según Ortega, esta nueva
mentalidad acerca de la técnica nos sitúa en una posición tragicómica:
cuando se nos ocurre la cosa más extravagante –comenta-, nos
sorprendemos en azoramiento, porque en nuestra última sinceridad no nos
atrevemos a asegurar que esa extravagancia – y Ortega pone como
ejemplo, recordemos que en el año 1933, el viaje a los astros- es
imposible de realizar. Es decir, el menesteroso hombre en que
consistimos está hoy, en su fondo, aturdido, precisamente por la
conciencia que ha adquirido de las ilimitadas posibilidades que le
ofrece la técnica, como la impensable, más allá de la literatura, de
volar a las estrellas (recordemos que eso que en 1933 parecía ciencia
ficción, tuvo lugar treinta años después, cuando el hombre pisó por
primera vez la Luna). Y ello entraña peligros: según Ortega esa
desorientación puede conducirnos a vivir sólo de fe en la técnica,
vaciando así nuestra vida, sustituyendo el proyecto en que consiste
vivir por un querer serlo todo que se resuelve en un terminar siendo
nada.
Pero aun con ciertas prevenciones, la importancia
del ensayo radica en que en él Ortega elimina de la conciencia común la
demonización recaída sobre la técnica, analizando, positivamente, su
función en el desarrollo mismo del hombre como ser que se hace a sí
mismo. Eso aleja su visión de la mentalidad del 98 y del modernismo
que, como hemos señalado más arriba, desconfía del desencantamiento del
mundo a que parece conducir. La técnica es más humana de lo que parece,
porque sin ella el hombre ni siquiera podría ser.
Una misma actitud van a mostrar en sus creaciones
algunos de los poetas del 27.
Como ejemplo de ese enlace armonioso –e incluso
amoroso- entre poesía y técnica, que va parejo al cada vez más
desarmonizado entre arte y humanismo, leamos los siguientes poemas de
Pedro Salinas que se encuentran respectivamente en el libro Seguro
azar y Fábula y signo. El primero se
titula “35 bujías” y puede considerarse un ejemplo de la influencia de
la corriente futurista italiana sobre el 27.
Recaigamos, para empezar, en lo ¿antipoético? del
título: un número, que señala al potencial eléctrico, y una palabra que
es sinónima de lo que hoy denominamos watio. El poema, encabezado de
esta manera tan ¿fría?, reza así:
Sí, cuando
quiera yo
la soltaré. Está presa
aquí arriba, invisible.
Yo la veo en su claro
castillo de cristal, y la vigilan
-cien mil lanzas- los rayos
-cien mil rayos- del sol. Pero de noche,
cerradas las ventanas
para que no la vean
-guiñadoras espías- las estrellas,
la soltaré (Apretar un botón.)
Caerá toda de arriba
a besarme, a envolverme
de bendición, de claro, de amor, pura.
En el cuarto ella y yo no más, amantes
eternos, ella mi iluminadora
musa dócil en contra
de secretos en masa de la noche
-afuera-
descifraremos formas leves, signos,
perseguidos en mares de blancura
por mí, por ella, artificial princesa,
amada eléctrica.
Efectivamente el poema está dedicado a una
bombilla y no a la bella amada o al paisaje paradisíaco o bucólico,
como podríamos esperar. De hecho, ahora la naturaleza, como también
señala Ortega, queda desplazada a un segundo lugar en aras de una sobrenaturaleza
artificial, tecnológica, que es la que crea a nuestro
alrededor la luz eléctrica. Se trata de un nuevo entorno artificial
que, sin embargo, no se percibe de forma negativa: a diferencia de
Machado o Valle-Inclán, el poeta Pedro Salinas no ve en la bombilla un
artefacto desalmado y frío, capaz de destruir el encanto natural de la
luz solar. Por el contrario, considera que de ella cae la “bendición de
amor”, una bendición que incluso es calificada de “pura”. Tanto es así
que Salinas experimenta en su interior señales de enamoramiento, como
lo demuestra la cantidad de términos utilizados que se relacionan con
este campo semántico (“besar”, “amor”, “amantes eternos”). Experimenta,
por tanto, amor por la luz, pero por la luz eléctrica. Y hasta nos
anima a mirar con desconfianza a la del sol y las estrellas,
normalmente asociadas al entorno poético del amor (lo nocturno, ya se
sabe, seduce más que lo diurno, y no hay escenario
más romántico que la noche estrellada). En el poema, el sol, que
“vigila” celoso a la bombilla, envía incluso “rayos” y “lanzas” sobre
ella, como queriendo así destruir, cual Zeus enfurecido, esa recién
conquistada belleza eléctrica. Y ¡qué decir de las fastuosas estrellas,
igualmente envidiosas, que espían a la bombilla a través de los huecos
que la luz eléctrica hiende en la ventana!
Pero al encenderse, la bombilla puede más que el
sol y las estrellas, porque para el poeta, que pulsa el botón como se
acaricia a la amada, se ha convertido en su musa, en su aliada, la que
le envía el don de la inspiración, es decir de la iluminación
divina. Tanto es así, que la luz de la bombilla termina alumbrando el
mundo, desvaneciendo los secretos de la noche, haciéndole conocer,
guiando al poeta en su camino hacia el descubrimiento de las cosas,
hacia el progreso, al que se idolatra sin
escrúpulos en los versos.
¡La técnica como musa, como inspiración! ¡La
técnica como estímulo del arrebato artístico! ¡La técnica como objeto
amoroso, como princesa cautiva que hay que cortejar, como amante y
amada!
Sí, la técnica como compañera del hombre, no como
su amenaza.
El segundo poema representativo de esta actitud
integrada se titula “Underwoods girls” y, como el anterior, también
está dedicado a una máquina, la de escribir:
Quietas,
dormidas están,
las treinta, redondas, blancas.
Entre todas
sostienen el mundo.
Míralas, aquí en su sueño,
como nubes,
redondas, blancas, y dentro
destinos de trueno y rayo,
destinos de lluvia lenta,
de nieve, de viento, signos.
Despiértalas,
con contactos saltarines
de dedos rápidos, leves,
como a músicas antiguas.
Ellas suenan otra música:
fantasías de metal
valses duros, al dictado.
Que se alcen desde siglos
todas iguales, distintas
como las olas del mar
y una gran alma secreta.
Que se crean que es la carta,
la fórmula, como siempre.
Tú alócate
bien los dedos, y las
raptas y las lanzas,
a las treinta, eternas ninfas,
contra el gran mundo vacío,
blanco en blanco.
Por fin a la hazaña pura,
sin palabras, sin sentido,
ese, zeta, jota, i...
Lo que más destaca en este poema es que Salinas
personifica las teclas de la máquina de escribir haciéndoles sufrir los
mismos estados que padece el hombre: ellas, como nosotros, “duermen”,
tienen “alma” y hay que “despertarlas”. Las chicas
redondas (“girls”) aguardan silenciosas y en quietud el traqueteo de
los dedos, que, cuál despertadores, las harán repiquetear en una música
que suena a metal. Ellas, como nosotros, están humanizadas.
Tanto, que son el precioso instrumento de la creación literaria, pues
desde sus “valses duros” -una música distinta, pero armónica, a la del
blando corazón-, hacen germinar nuevos “destinos” que desplazan al
“gran mundo vacío”, el del blanco sobre blanco, el de la nada del
papel. A través de sus versos, el poeta agradece a sus más frías
aliadas, las teclas de la máquina de escribir, el papel que desempeñan
en el proceso creativo. Las teclas –la técnica- sustituyen en estos
versos a los nombres de los poetas –los hombres-, aquellos que inspiran
a otros poetas y que reciben con frecuencia homenajes en verso. ¿Por
qué no hacerlo también con ellas, se pregunta en el fondo Salinas, que
siempre nos acompañan y que nos permiten más que nadie poner en marcha
la creatividad?
Estos dos ejemplos, así como el ensayo de Ortega,
nos muestran una visión integradora de la técnica en la que ésta, lejos
de ser considerada como amenaza del hombre, se alza como instrumento de
mejora de su vida. La técnica no es inhumana, sino humanizadora, tanto
que el poeta hace de ella un ser vivo dotado de sensibilidad, capaz de
motivar hasta la inspiración. La técnica es percibida como la nueva
musa de una era en la que somos cada vez más conscientes de su
importancia y de las infinitas posibilidades que se nos ofrecen. Para
Ortega y los del 27, la técnica no deshumaniza el mundo, sino que se
alza como prótesis humana que lo hace más maleable y, por tanto, más
susceptible de engrandecer nuestra existencia. Gracias a la técnica
creamos mundos, el mundo mismo se convierte en nuestra mejor obra de
arte, y ello se lleva a cabo, precisamente, con la vista puesta a
mejorar, a progresar, a realzar nuestras condiciones de vida,
desvaneciendo, en la medida de lo posible, nuestra condición de seres
con necesidades.
Es cierto que el despliegue tecnológico a que
asistimos después de estos años de progreso trajo consigo consecuencias
nefastas tanto para el hombre como para la naturaleza, lo que volvió a
invertir la opinión que los intelectuales y los artistas mostraban por
la técnica. Esta visión pesimista también caló en el imaginario
colectivo a través de la literatura o el cine que, frente al entusiasmo
por el progreso que mostraban los del veintisiete, volvió a convertir a
la técnica en agente excelso de deshumanización. El
tono apocalíptico de algunos miembros de la Escuela de Frankfurt que
nos ha servido de introducción es un bueno ejemplo de ello. Sin
embargo, lo que enseña Ortega, y lo que tal vez deba trascender, es que
este tipo de consideraciones suelen olvidar que el que maneja la
técnica es siempre el hombre y que sobre él recae la responsabilidad de
humanizar o deshumanizar
el mundo. Por ilustrarlo desde la ficción: cuando Pedro Salinas pulsa
el botón que enciende la bombilla lo hace para iluminar la vida, para
mejorarla, para expresar que la técnica es nuestra aliada y no nuestra
enemiga. Por el contrario, cuando el capitán Madrake, encargado del
ataque nuclear sobre la Unión Soviética en la película de Kubrick,
pulsa el botón, lo hace para destruir a la humanidad y para mostrar que
la técnica que hemos inventado es nuestra más deleznable creación. En
ambos casos, todo depende del factor humano.
Visto así, la lección de Ortega y el 27 parece de
las más entusiastas: promover el desarrollo tecnológico pero en aras de
una vida más plena, susceptible incluso de ser poetizada.
Eso es lo que nos enseña también el replicante
Roy, mitad hombre mitad máquina, a quien su parte tecnológica no le
hace insensible para lo que de bello tiene, aunque parezca mentira, el
mundo que hemos creado, ni siquiera para saber que no verbalizar su
estremecimiento ante la belleza empobrecerá nuestra existencia, porque
hará que termine desvaneciéndose en el tiempo, perdiéndose en el
olvido… como lágrimas en la lluvia.
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