Se cumplen ahora cien años de la publicación del
artículo de Albert Einstein titulado Sobre la electrodimámica
de los cuerpos en movimiento.
En él desarrollaba la teoría de la relatividad especial, teoría en la
que se agrupaban la mecánica y el electromagnetismo y de la que se
derivaban unas consecuencias sorprendentes.
La teoría especial de la relatividad se construye
sobre dos
principios. El primero establece que las leyes de la física son las
mismas en todos los sistemas de referencia no acelerados, es decir, son
las mismas para observadores que se desplacen libremente con movimiento
uniforme. El segundo establece que la velocidad de la luz en el vacío
es una constante universal y no puede ser superada.
Veamos con un ejemplo la diferencia que suponen
estos principios con
la mecánica clásica. Imaginemos dos individuos, uno en un coche a gran
velocidad y otro que lo espera, parado, en el arcén de la carretera.
Cuando el primero llega a la altura del segundo, ambos accionarán
simultáneamente un mecanismo que lanzará dos pelotas de golf con
idéntica fuerza hacia delante, una desde el coche en movimiento y la
otra desde el arcén. ¿Llevarán las dos la misma velocidad? ¿Cuál de
ellas alcanzará antes un punto de referencia situado más adelante?
Nadie dudará que la respuesta a la primera cuestión es no; la pelota
lanzada desde el coche alcanzará una mayor velocidad que la disparada
desde el arcén y llegará al punto de referencia en primer lugar.
Imaginemos ahora que en lugar de lanzar dos
pelotas, cuando el coche
pasa a la altura del individuo, ambos encienden simultáneamente un foco
y se emiten dos haces de luz hacia adelante. ¿Cuál llegará antes al
punto de referencia? Si aplicamos la lógica anterior, llegaría antes el
emitido desde el coche. Sin embargo, según demostró Einstein, la
realidad sería que llegarían los dos a la vez; la velocidad de la luz,
a diferencia de la de las pelotas, es independiente de la velocidad con
la que se mueve el emisor y tiene un valor constante, 300.000 km/s.
El
experimento fallido más famoso de la historia por Juan Luis Pérez Carrillo
Al
igual que el sonido necesita un medio para transmitirse, se postuló que
debía existir un medio, llamado éter, por el que se desplazasen las
ondas de la luz. Michelson y Morley desarrollaron un experimento
encaminado a estudiar las propiedades del éter del que obtuvieron
conclusiones sorprendentes.
En 1887 emitieron rayos de luz en dos
direcciones que formaban un
ángulo recto; cada uno de ellos se reflejaba en un espejo y volvía al
lugar que había sido emitido. Si existiese el éter y la Tierra se
moviese en su seno, ambos rayos se desplazarían con velocidades
diferentes. Michelson y Morley repitieron el ensayo en distintas
circunstancias y en ningún caso se pudo observar la mínima diferencia:
la luz se propagaba siempre a la misma velocidad, independientemente de
cual fuese la velocidad con la que la que se desplazaba el emisor. Este
experimento demostraba la inexistencia del éter y la constancia de la
velocidad de la luz.
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Einstein dedujo a partir de los dos principios
anteriores que tanto
el tiempo como el espacio no son magnitudes absolutas, sino que su
valor depende de la velocidad relativa con la que mueven un objeto y el
observador. De ahí el nombre de relatividad.
Las consecuencias son sorprendentes. Si pensamos
en la velocidad
como un cociente entre el espacio (la distancia) y el tiempo, para que
aquella permanezca constante sea cual sea el movimiento del sujeto,
espacio y tiempo han de modificarse a la vez. Una persona que en un
sistema de referencia observase una nave espacial que viajase próxima a
la velocidad de la luz, percibiría que el tiempo transcurre más
lentamente en la nave y que ésta aparece contraída en la dirección del
movimiento.
En efecto, en un objeto que se mueva con respecto
a nosotros a una
velocidad próxima a la de la luz, los relojes se retrasarían con
respecto a los nuestros. La paradoja de los gemelos describe
perfectamente este fenómeno. Supongamos dos hermanos gemelos, uno de
los cuales es astronauta y va a viajar en una nave espacial a una
velocidad cercana a la de luz durante varios años, mientras que el otro
va a permanecer en la Tierra. Cuando concluyese el viaje ambos
comprobarían con sorpresa que el hermano que se ha quedado en la Tierra
ha envejecido más que el astronauta, que permanece más joven. Si la
nave hubiese viajado a 0.8 veces la velocidad de la luz, mientras que
para el hermano que se ha quedado en la Tierra habrían transcurrido
diez años para el astronauta solo habrían pasado seis.
Otro extraño efecto de la relatividad especial es
la contracción del
espacio. Si pudiesemos observar a una nave espacial desplazarse a una
velocidad próxima a la de la luz observaríamos como la nave parecería
más corta en la dirección en la que mueve. Los tripulantes de la nave,
sin embargo, no verían acortarse las estancias o los objetos de la nave
y sí la realidad externa.
A una
velocidad próxima a la de la luz el transbordador espacial se
observaría tanto más corto cuanto mayor fuese su velocidad; el tiempo
también transcurriría más lentamente (foto NASA).
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Tal y como propone la teoría de Einstein, la
dilatación del tiempo y
la contracción del espacio ocurren a velocidades muy altas y no serían
apreciables en nuestros desplazamientos cotidianos. No tenemos motivos
para preocuparnos por esos efectos relativistas: a nuestras velocidades
y para nuestros cálculos tanto el tiempo como el espacio pueden seguir
siendo considerados como magnitudes absolutas.
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