Pasaje a la Ciencia > Número 11 (2008) > Humanizar la técnica, humanizar la vida. Una invitación desde la España de los veinte

Humanizar la técnica, humanizar la vida. Una invitación desde la España de los veinte

por Inmaculada Murcia Serrano
Unviersidad de Sevilla
“Yo he visto cosas que vosotros no creeríais.
Atacar naves en llamas más allá de Orión.
He visto Rayos-C brillar en la oscuridad
cerca de la Puerta de Tannhäuser.
Todos esos momentos se perderán en el tiempo
como lágrimas en la lluvia.»(Monólogo final del replicante Roy en la película Blade Runner de Ridley Scott, 1982).
Es frecuente opinar que la poesía, o la literatura en general, se opone a la tecnología. Para el pensamiento común, la poesía entraña creatividad, espíritu, sentimiento, mientras que la tecnología connota frialdad, razón y objetividad. No hay nada menos poético –tendemos a pensar- que un artefacto inerte y desalmado que sencillamente se limita a facilitarnos –y a veces hasta a fastidiarnos- la vida. La técnica no tiene nada que ver con lo humano, mientras que la poesía y el arte sí. De ahí la distinción académica entre ciencias de la naturaleza, dentro de las cuales se patrocinó el desarrollo de la técnica como instrumento de conocimiento, y ciencias del espíritu, que, contrariamente, tienen que ver con el pensamiento, la subjetividad o incluso el corazón. En el siglo XX, el de más extenso desarrollo de la tecnología nunca visto en la historia, proliferaron incluso las voces que acusaron a la técnica de deshumanizar el mundo. Tal vez la frase más representativa al respecto sea la de Theodor W. Adorno, filósofo de la Escuela de Frankfurt, que, habiendo sufrido de cerca las atrocidades del régimen nazi, basadas en un desarrollo perverso de la técnica, sentenciaba que no podría haber poesía después de Auschwitz. La técnica nos había deshumanizado tanto que el hontanar de la inspiración artística se secaría, como la tierra baldía de Eliot, para siempre. De ahí a los futuros distópicos diseñados por buena parte del cine y la literatura de ciencia ficción sólo hubo un paso, el pequeño paso que ahormaría, sin embargo, la visión que todavía hoy tenemos de la técnica. En consonancia con la actitud pesimista de Adorno, podemos citar como ejemplo la película Teléfono rojo, volamos hacia Moscú, de Stanley Kubrick, donde se nos muestra sin ambages el horror a que hemos llegado construyendo una tecnología nuclear capaz de arrasar para siempre la vida de este planeta. O también aquellos relatos de ficción que responsabilizan a la técnica de convertir a los hombres en seres insensibles (Equilibrium), a la frondosa naturaleza en un desierto en blanco (Matrix), a los robots en los nuevos amos del mundo (Yo, robot) o a la propia técnica en una inquietante conciencia más allá de lo humano (2001, una odisea en el espacio).

 

Cartel de la película Blade Runner

Uno de los carteles promocionales del último montaje de la película Blade Runner, de Ridley Scott, en el que se muestran distintas imágenes del replicante Roy Batty. Su monólogo final, con el que se inicia este artículo, ha pasado a la historia del cine.

 

Debido a su capacidad de entretenimiento, la ficción poética, literaria o cinematográfica ha sido siempre una de las herramientas más poderosas de la educación y a ella debemos, en buena medida, nuestras más arraigadas convicciones. La que ha difundido en torno a la técnica, como las que hemos mencionado, merece especial atención porque muestra la versatilidad de opiniones a que ha dado lugar y, más allá de ello, nos enseña que el paso del tiempo no hace menos ejemplares las interpretaciones. Una muestra de ello la conforman los intelectuales y los poetas del 27.

Hay que tener en cuenta que los escritores españoles del modernismo, generación inmediatamente anterior, habían promovido una visión apocalíptica de la técnica como forma de desarmar una sociedad positivista y científica que hacía cada vez más inhumano el mundo. Recreando los mitos de un pasado sin progreso y siempre mejor, asumiendo como suyas las enseñanzas mistéricas de la antigüedad y atados todavía a una ideología de cariz romántico, los modernistas acariciaban la idea de restaurar una manera de entender el mundo que trascendiera lo racional, cuyo símbolo más excelso lo constituía la técnica. Antonio Machado, por ejemplo, satirizó los grandes inventos, que, en su opinión, no reducían ni un ápice el misterio de la realidad. Para ellos, la cultura del cientificismo no había hecho otra cosa que desalmar el mundo, y la técnica, que era su aliada, tenía que pagar[1]. Todo lo contrario entendieron los del 27.

Como se sabe, esta generación coincide con el espíritu europeo de la vanguardia. España no se mostró impermeable a los nuevos aires de renovación estética y formal que soplaban desde Europa y, de hecho, supo sacarles provecho de manera más que encomiable. Bajo el término “ultraísmo”, dentro del cual se aglutinan en España todos los movimientos vanguardistas de los años 20, y con el impulso renovador de figuras como el chileno Vicente Huidobro o el español Ramón Gómez de la Serna, el ambiente de la época se contagia de los deseos de experimentación y ruptura que estaban cuajando en otros territorios. El tono apocalíptico de los escritores del modernismo ante los inventos y la ciencia cede entonces a favor de su exaltación. Los poetas comienzan a cantar a las cosas, no sólo a las naturales, sino a las artificiales, que se dignifican y convierten en merecedoras de alabanza. Dentro de esta nueva ideología debemos entender también la búsqueda generacional del ideal purista, heredado de Mallarmé, Valèry y Juan Ramón, que tendía a desnudar cada vez más la poesía hasta dejarla reducida a su esencia. Se desecha entonces lo anecdótico, lo sentimental, lo narrativo, incluso el compromiso político con la sociedad, sólo recuperado cuando la realidad política española se recrudece en los años que preceden a la contienda civil. Se puede decir que los poetas de la generación del 27, contagiados de estos nuevos aires, buscan, cada vez más, la deshumanización.

Precisamente éste es el término que encabeza el famoso ensayo que José Ortega y Gasset dedicó al arte de vanguardia en 1925. En La deshumanización del arte[2], el filósofo español se hacía eco del nuevo talante rupturista que comenzaba a fraguar entre los jóvenes poetas y artistas españoles. En consonancia con una visión antirromántica del mundo, que Ortega cultivaba desde su juventud, describía el arte nuevo como un arte impopular, sólo para minorías, en virtud de su particular tendencia a la deshumanización, es decir, a la erradicación de todo aquello que tuviera que ver con lo humano, demasiado humano. El nuevo talante aristocrático percibido por Ortega cuajó sin inconvenientes en la poesía del 27, cuyos miembros, en su mayoría de ascendencia burguesa, consideraban innecesaria la conquista de las masas[3]. El alejamiento respecto a un arte popular favoreció la adquisición de nuevas características formales y de contenido. Las principales que Ortega detectara en aquel momento eran, por ejemplo, su tendencia a evitar las formas vivas y a conquistar la pureza estética; también la paulatina tendencia a asimilar arte y juego, arte e intrascendencia. ¡Se acabaron los grandes –y graves- temas de la literatura, los nobles asuntos que dignificaban a los poetas! mientras que, por contraposición, comenzaría el arte entendido como broma y como fraude y el período de exaltación de lo insignificante o baladí. Como dice Ortega, es como si los nuevos artistas pusieran una lupa a lo microscópico (probablemente influidos por la nueva técnica, precisamente, del cinematógrafo, que, como dijera Walter Benjamin, utilizaba el encuadre para llamarnos la atención sobre lo insignificante, que, de esta manera, adquiría una importancia a contracorriente de la habitual).

Esta nueva visión del arte altera también la concepción que se tiene del poeta. Para Ortega, el artista joven ya no es el hombre que exterioriza su sufrimiento o su alegría, su pena o su gozo, como el romántico; fiel a la deshumanización, el poeta actual, cuando poetiza, se propone simplemente ser poeta. Es como si la parte humana del artista quedase en suspenso, sublimándose hacia lo que en ella hay de artista, sólo artista: “Ser artista es no tomar en serio al hombre tan serio que somos cuando no somos artistas”, dice Ortega. El símbolo de esta vuelta de tuerca lo constituyen los seis personajes en busca de un autor, de Pirandello, entes de ficción que han trascendido el patetismo de lo humano. El artista, como su arte, se vuelve también inhumano.

La postura de Ortega desprejuicia a los lectores de la falsa –por convencional- asimilación entre arte y humanismo, mientras que nos pone en la pista de una radical transformación que tiende a asociar lo artístico con lo inhumano. El arte no es más humano que la técnica, por ejemplo, sino que, al menos en la España de los veinte, de la que es imagen el propio filósofo, se percibe un progresivo anhelo por desprestigiar esa relación y por encumbrar, en contra, una práctica artística cada vez más alejada del hombre.

Si esta es la percepción que se tiene de la poesía o del arte, ¿cuál es la de su supuesta enemiga la técnica? ¿Sufre ésta un progreso paralelo, aunque inverso, de humanización?

Para contestar a esta pregunta, nada mejor que acercarse al mismo Ortega y a alguno de los poetas del 27. El primero de ellos escribió pocos años después de La deshumanización del arte, en 1933, un breve ensayo para una serie de conferencias impartidas en la Universidad de Verano de Santander que se titula Meditación de la técnica. Leer este texto en paralelo con el anterior constituye un buen ejercicio de superación de prejuicios, tanto en lo que respecta al arte como en lo que atañe a la técnica.

Superando las visiones apocalípticas precedentes en torno a la tecnología, Ortega intenta incluir el hecho de la técnica en una antropología filosófica, es decir, en una reflexión sobre el hombre. Lejos de enemistar humanismo y tecnología, el filósofo, que era consciente de la negativa opinión que suscitaba, afirma sin escrúpulos su imbricación. Fijémonos en la primera frase del ensayo: “Sin la técnica, el hombre no existiría ni habría existido nunca”[4]. La técnica no sólo no es entendida como una amenaza para la humanidad, sino que, sin ella, la humanidad ni siquiera existiría. En lugar de considerar que el entorno más afín al hombre es la naturaleza, el anti-roussouniano Ortega hace de la naturaleza la culpable del carácter menesteroso del ser humano. La técnica, entonces, se vuelve necesaria, tanto, que el hombre, más o menos conciente de ello, la convierte en una sobrenaturaleza, en terminología orteguiana, un ámbito artificial pero necesario para llevar a efecto su vida. Si la naturaleza hace de nosotros seres con necesidades, la sobrenaturaleza, en tanto reforma de la naturaleza, consigue suplir nuestras carencias[5].

José Ortega y GassetObsérvese cómo, con definiciones como ésta, Ortega altera la mentalidad común que se tiene de la técnica. Si el arte es deshumanizador, la técnica, por el contrario, resulta humanizadora porque justamente la necesitamos para hacer frente a los desafíos de lo natural, a aquellos que requerimos, además, para distinguirnos de los animales, para ser, precisamente, humanos. Y ese hacer frente a la naturaleza nos convierte en humanos porque entre nosotros y los animales existe una diferencia radical: el hombre, dice Ortega, no se limita a buscar la supervivencia, sino que aspira a más, aspira a vivir bien. Vida, afirma el filósofo a renglón seguido, para nosotros significa no sólo estar, sino bienestar. El hombre que sólo está, se deja vivir, y se encuentra por ello más cerca del animal. Contrariamente, al hombre que busca el bienestar no le ocurre eso, sino que hace su vida que se encuentra entonces en sus manos. Pues bien, para Ortega, este bienestar es la “necesidad de las necesidades” del hombre[6]. Por decirlo de otra manera, lo que necesita el hombre es –ojo con esto- lo superfluo, lo que convierte el estar en bienestar, porque sólo con lo superfluo llega a ser lo que es, un ser humano[7].

Pues bien, eso que es a un tiempo superfluo y necesario es lo que proporciona a la vida humana la técnica. De ahí que Ortega también la defina como el “esfuerzo para ahorrar esfuerzo”, como el esfuerzo que hacemos en un momento dado de la vida para hacer frente a la naturaleza y que, gracias a ella, convertimos en permanente garantizando la conquista del bienestar.

Ortega, sin duda, es consciente de las enormes dimensiones que había alcanzado la técnica a principios del siglo XX, muy poco comparables, en cualquier caso, a la que ostenta en la actualidad. Por eso no duda en destacar que el presente asiste a una nueva etapa de autoconciencia a la que conviene en denominar, resaltándolo lingüísticamente, la técnica del técnico. Esta nueva edad tecnológica tiene una particularidad que la diferencia de las etapas anteriores y que no es otra que el hecho de que, debido a su expansión, nos ha hecho más concientes de las ilimitadas posibilidades que nos ofrece. Según Ortega, esta nueva mentalidad acerca de la técnica nos sitúa en una posición tragicómica: cuando se nos ocurre la cosa más extravagante –comenta-, nos sorprendemos en azoramiento, porque en nuestra última sinceridad no nos atrevemos a asegurar que esa extravagancia – y Ortega pone como ejemplo, recordemos que en el año 1933, el viaje a los astros- es imposible de realizar. Es decir, el menesteroso hombre en que consistimos está hoy, en su fondo, aturdido, precisamente por la conciencia que ha adquirido de las ilimitadas posibilidades que le ofrece la técnica, como la impensable, más allá de la literatura, de volar a las estrellas (recordemos que eso que en 1933 parecía ciencia ficción, tuvo lugar treinta años después, cuando el hombre pisó por primera vez la Luna). Y ello entraña peligros: según Ortega esa desorientación puede conducirnos a vivir sólo de fe en la técnica, vaciando así nuestra vida, sustituyendo el proyecto en que consiste vivir por un querer serlo todo que se resuelve en un terminar siendo nada.

Pero aun con ciertas prevenciones, la importancia del ensayo radica en que en él Ortega elimina de la conciencia común la demonización recaída sobre la técnica, analizando, positivamente, su función en el desarrollo mismo del hombre como ser que se hace a sí mismo. Eso aleja su visión de la mentalidad del 98 y del modernismo que, como hemos señalado más arriba, desconfía del desencantamiento del mundo a que parece conducir. La técnica es más humana de lo que parece, porque sin ella el hombre ni siquiera podría ser.

Una misma actitud van a mostrar en sus creaciones algunos de los poetas del 27.

Como ejemplo de ese enlace armonioso –e incluso amoroso- entre poesía y técnica, que va parejo al cada vez más desarmonizado entre arte y humanismo, leamos los siguientes poemas de Pedro Salinas que se encuentran respectivamente en el libro Seguro azar y Fábula y signo. El primero se titula “35 bujías” y puede considerarse un ejemplo de la influencia de la corriente futurista italiana sobre el 27.

Recaigamos, para empezar, en lo ¿antipoético? del título: un número, que señala al potencial eléctrico, y una palabra que es sinónima de lo que hoy denominamos watio. El poema, encabezado de esta manera tan ¿fría?, reza así:

Sí, cuando quiera yo
la soltaré. Está presa
aquí arriba, invisible.
Yo la veo en su claro
castillo de cristal, y la vigilan
-cien mil lanzas- los rayos
-cien mil rayos- del sol. Pero de noche,
cerradas las ventanas
para que no la vean
-guiñadoras espías- las estrellas,
la soltaré (Apretar un botón.)
Caerá toda de arriba
a besarme, a envolverme
de bendición, de claro, de amor, pura.
En el cuarto ella y yo no más, amantes
eternos, ella mi iluminadora
musa dócil en contra
de secretos en masa de la noche
-afuera-
descifraremos formas leves, signos,
perseguidos en mares de blancura
por mí, por ella, artificial princesa,
amada eléctrica.

Efectivamente el poema está dedicado a una bombilla y no a la bella amada o al paisaje paradisíaco o bucólico, como podríamos esperar. De hecho, ahora la naturaleza, como también señala Ortega, queda desplazada a un segundo lugar en aras de una sobrenaturaleza artificial, tecnológica, que es la que crea a nuestro alrededor la luz eléctrica. Se trata de un nuevo entorno artificial que, sin embargo, no se percibe de forma negativa: a diferencia de Machado o Valle-Inclán, el poeta Pedro Salinas no ve en la bombilla un artefacto desalmado y frío, capaz de destruir el encanto natural de la luz solar. Por el contrario, considera que de ella cae la “bendición de amor”, una bendición que incluso es calificada de “pura”. Tanto es así que Salinas experimenta en su interior señales de enamoramiento, como lo demuestra la cantidad de términos utilizados que se relacionan con este campo semántico (“besar”, “amor”, “amantes eternos”). Experimenta, por tanto, amor por la luz, pero por la luz eléctrica. Y hasta nos anima a mirar con desconfianza a la del sol y las estrellas, normalmente asociadas al entorno poético del amor (lo nocturno, ya se sabe, seduce más que lo diurno, y no hay escenario más romántico que la noche estrellada). En el poema, el sol, que “vigila” celoso a la bombilla, envía incluso “rayos” y “lanzas” sobre ella, como queriendo así destruir, cual Zeus enfurecido, esa recién conquistada belleza eléctrica. Y ¡qué decir de las fastuosas estrellas, igualmente envidiosas, que espían a la bombilla a través de los huecos que la luz eléctrica hiende en la ventana!

Pero al encenderse, la bombilla puede más que el sol y las estrellas, porque para el poeta, que pulsa el botón como se acaricia a la amada, se ha convertido en su musa, en su aliada, la que le envía el don de la inspiración, es decir de la iluminación divina. Tanto es así, que la luz de la bombilla termina alumbrando el mundo, desvaneciendo los secretos de la noche, haciéndole conocer, guiando al poeta en su camino hacia el descubrimiento de las cosas, hacia el progreso, al que se idolatra sin escrúpulos en los versos.

¡La técnica como musa, como inspiración! ¡La técnica como estímulo del arrebato artístico! ¡La técnica como objeto amoroso, como princesa cautiva que hay que cortejar, como amante y amada!

Sí, la técnica como compañera del hombre, no como su amenaza.

El segundo poema representativo de esta actitud integrada se titula “Underwoods girls” y, como el anterior, también está dedicado a una máquina, la de escribir:

Quietas, dormidas están,
las treinta, redondas, blancas.
Entre todas
sostienen el mundo.
Míralas, aquí en su sueño,
como nubes,
redondas, blancas, y dentro
destinos de trueno y rayo,
destinos de lluvia lenta,
de nieve, de viento, signos.
Despiértalas,
con contactos saltarines
de dedos rápidos, leves,
como a músicas antiguas.
Ellas suenan otra música:
fantasías de metal
valses duros, al dictado.
Que se alcen desde siglos
todas iguales, distintas
como las olas del mar
y una gran alma secreta.
Que se crean que es la carta,
la fórmula, como siempre.
Tú alócate
bien los dedos, y las
raptas y las lanzas,
a las treinta, eternas ninfas,
contra el gran mundo vacío,
blanco en blanco.
Por fin a la hazaña pura,
sin palabras, sin sentido,
ese, zeta, jota, i…

Lo que más destaca en este poema es que Salinas personifica las teclas de la máquina de escribir haciéndoles sufrir los mismos estados que padece el hombre: ellas, como nosotros, “duermen”, tienen “alma” y hay que “despertarlas”. Las chicas redondas (“girls”) aguardan silenciosas y en quietud el traqueteo de los dedos, que, cuál despertadores, las harán repiquetear en una música que suena a metal. Ellas, como nosotros, están humanizadas. Tanto, que son el precioso instrumento de la creación literaria, pues desde sus “valses duros” -una música distinta, pero armónica, a la del blando corazón-, hacen germinar nuevos “destinos” que desplazan al “gran mundo vacío”, el del blanco sobre blanco, el de la nada del papel. A través de sus versos, el poeta agradece a sus más frías aliadas, las teclas de la máquina de escribir, el papel que desempeñan en el proceso creativo. Las teclas –la técnica- sustituyen en estos versos a los nombres de los poetas –los hombres-, aquellos que inspiran a otros poetas y que reciben con frecuencia homenajes en verso. ¿Por qué no hacerlo también con ellas, se pregunta en el fondo Salinas, que siempre nos acompañan y que nos permiten más que nadie poner en marcha la creatividad?

Estos dos ejemplos, así como el ensayo de Ortega, nos muestran una visión integradora de la técnica en la que ésta, lejos de ser considerada como amenaza del hombre, se alza como instrumento de mejora de su vida. La técnica no es inhumana, sino humanizadora, tanto que el poeta hace de ella un ser vivo dotado de sensibilidad, capaz de motivar hasta la inspiración. La técnica es percibida como la nueva musa de una era en la que somos cada vez más conscientes de su importancia y de las infinitas posibilidades que se nos ofrecen. Para Ortega y los del 27, la técnica no deshumaniza el mundo, sino que se alza como prótesis humana que lo hace más maleable y, por tanto, más susceptible de engrandecer nuestra existencia. Gracias a la técnica creamos mundos, el mundo mismo se convierte en nuestra mejor obra de arte, y ello se lleva a cabo, precisamente, con la vista puesta a mejorar, a progresar, a realzar nuestras condiciones de vida, desvaneciendo, en la medida de lo posible, nuestra condición de seres con necesidades.

Es cierto que el despliegue tecnológico a que asistimos después de estos años de progreso trajo consigo consecuencias nefastas tanto para el hombre como para la naturaleza, lo que volvió a invertir la opinión que los intelectuales y los artistas mostraban por la técnica. Esta visión pesimista también caló en el imaginario colectivo a través de la literatura o el cine que, frente al entusiasmo por el progreso que mostraban los del veintisiete, volvió a convertir a la técnica en agente excelso de deshumanización. El tono apocalíptico de algunos miembros de la Escuela de Frankfurt que nos ha servido de introducción es un bueno ejemplo de ello. Sin embargo, lo que enseña Ortega, y lo que tal vez deba trascender, es que este tipo de consideraciones suelen olvidar que el que maneja la técnica es siempre el hombre y que sobre él recae la responsabilidad de humanizar o deshumanizar el mundo. Por ilustrarlo desde la ficción: cuando Pedro Salinas pulsa el botón que enciende la bombilla lo hace para iluminar la vida, para mejorarla, para expresar que la técnica es nuestra aliada y no nuestra enemiga. Por el contrario, cuando el capitán Madrake, encargado del ataque nuclear sobre la Unión Soviética en la película de Kubrick, pulsa el botón, lo hace para destruir a la humanidad y para mostrar que la técnica que hemos inventado es nuestra más deleznable creación. En ambos casos, todo depende del factor humano.

Visto así, la lección de Ortega y el 27 parece de las más entusiastas: promover el desarrollo tecnológico pero en aras de una vida más plena, susceptible incluso de ser poetizada.

Eso es lo que nos enseña también el replicante Roy, mitad hombre mitad máquina, a quien su parte tecnológica no le hace insensible para lo que de bello tiene, aunque parezca mentira, el mundo que hemos creado, ni siquiera para saber que no verbalizar su estremecimiento ante la belleza empobrecerá nuestra existencia, porque hará que termine desvaneciéndose en el tiempo, perdiéndose en el olvido… como lágrimas en la lluvia.

Notas a pie

  1. Véase Ricardo Gullón: Direcciones del modernismo, Gredos, Madrid, 1971. [Volver a la lectura] 
  2. Sigo la edición crítica de José Luis Molinuevo: Ortega y Gasset, José: “La deshumanización del arte” en El sentimiento estético de la vida (Antología), Ed. José Luis Molinuevo, Tecnos, Metrópolis, 1995, pp. 316-346. [Volver a la lectura] 
  3. Para este tema véase, Cano Ballesta, Juan: La poesía española entre pureza y revolución (1930-1936), Gredos, Madrid, 1972.[Volver a la lectura] 
  4. Ortega y Gasset, José: Meditaciones sobre la técnica y otros ensayos sobre ciencia y filosofía, Revista de Occidente y Alianza Editorial, Madrid, 1997, p. 13.[Volver a la lectura] 
  5. Ibídem, p. 28.[Volver a la lectura] 
  6. Ibídem, p. 33.[Volver a la lectura] 
  7. Ibídem, p. 34.[Volver a la lectura]