Catedrático de Ciencias Naturales. Director del Museo de Ciencias
I.E.S. Padre Suárez. Granada
Cuando con una amabilidad inusual se me invita a escribir unas líneas, en especial sobre la difusión posible que Darwin tuvo en España en su época, me asaltan o invaden dos alertas.
Una, el oportunismo de escribir sobre los aniversarios, centenarios y demás, en los que no pocos se sienten obligados a decir algo vaya a ser que se descuelguen, sean conocedores o no de la ocasión, y peor, el afán periodístico, la mayoría de las veces vacuo, que enturbian con datos y referencias reiterativas, cuando no contradictorias sobre lo que debe ocuparles. En esta ocasión es lamentable que, por enésima vez nos preocupe la relación de Darwin con la etiqueta del Anís del Mono y otras reiteraciones que serían motivo de bastantes de mis líneas.
La segunda alerta, es que se me vienen a la memoria de nuevo las «piraterías científicas». Ya a Miguel Servet, además de tostadito que murió el pobre por descubrir y defender la circulación menor en la especie humana, los anglosajones no le reconocen la cosa y se la adjudican a Harvey dos años más tarde. Y que conste que siglos antes los árabes la habían descrito en Córdoba en cerdos, ya que tenían prohibido la disección de cadáveres humanos. La estructura del ADN tuvo incluso tintes de machismo dentro de esta piratería; el descubrimiento del wolframio, llamado tungsteno, por los españoles hermanos Elhúyar, se tiende a enmascarar; y tantos ejemplos lamentables.
El mismo Darwin, antes de caer en esta tentación filibustera, reconoce en sus escritos la influencia que sobre él despertó el español Félix de Azara. Sin embargo, en nuestro país, desde el marco de conservadurismo social arrastrado de Fernando VII, enfrentado a los sectores progresistas, republicanos, liberales, tan frecuentes en el siglo XIX, la difusión de sus ideas, entonces conocidas como Transformismo, se hacía desde ateneos, publicaciones en revistas o solemnes discursos de apertura de un curso. Tal dispersión ha dado pie a una confusión, me atrevería a decir que a veces intencionada, sobre el protagonismo en esta labor divulgadora y no exenta de polémica.
La divulgación de lo que se suele llamar «Teoría de la Evolución» -no estoy de acuerdo en calificar de teoría a lo que es un hecho-, se enfrenta de continuo en la España decimonónica no sólo con el conservadurismo, sino con la Iglesia Católica, que ante las nuevas ideas no sólo ve un riesgo en la contradicción con la lectura oficial de las Sagradas Escrituras, sino que esto se convierta en una pérdida de poder.
Aunque en un principio la labor divulgadora se ciñera a los trabajos aludidos, cuyos contenidos eran sólo exponer tanto las ideas de Darwin como las de Wallace, Haeckel y Spencer, y su defensa con los razonamientos que la experiencia y saber personal del divulgador podían aportar, el hecho supuso serios enfrentamientos como el de Santiago de Compostela dónde, a todas luces por equivocación, designaron al catedrático Augusto González de Linares a dar el discurso de apertura de curso frente a no sólo un Claustro encendidamente contrario a ideas evolucionistas, sino a toda la jerarquía eclesiástica, y a un alumnado que acogió mayoritariamente las ideas expuestas. Casi terminó en revuelta callejera.
Podríamos hacer un recorrido con hechos similares en nuestro país, como el del Instituto de Badajoz, puntualmente en la Universidad de Valencia y otros, la verdad que no muchos. Pero ciñéndonos a Andalucía, encontramos dos ejemplos relevantes con fuertes repercusiones a todos los niveles; anticiparé que el caso granadino supera todo lo imaginable.
En Sevilla, Antonio Machado Núñez, abuelo de los poetas Antonio y Manuel, desde su cátedra divulga las ideas evolucionistas con mucho acierto, así como en las publicaciones que realiza en la Revista mensual de Filosofías, Literaturas y Ciencias, polarizándose posteriormente en las ideas de Haeckel. El riesgo fue dialéctico sin una trascendencia demasiado agresiva. Sin embargo, comoquiera que algunos recientemente al escribir sobre el tema, se han nutrido de bibliografías incompletas o no orientadas debidamente, prevalece la figura de Machado frecuentemente sobre la del caso de Granada, lo que no hace justicia a los hechos. No es el caso de Diego Núñez de la Universidad Autónoma de Madrid, que ya en su libro «El Darwinismo en España» encaja justa y documentadamente lo anterior.
A la par que Machado realizaba dichas publicaciones, Rafael García y Álvarez, catedrático del Instituto de Granada (hoy Instituto Padre Suárez), no se contentaba sólo con la divulgación a base de escritos reflejando las ideas darwinistas, sino que en el discurso de la Solemne apertura de curso 1872-73, hizo una encendida defensa de las mismas que al mes fue objeto de que el Arzobispo, Bienvenido Monzón, reuniendo al Sínodo episcopal, le incoaran una Censura Sinodal en la que no sólo se le excomulgaba a él, sino a todos los que poseyendo sus libros o escritos, no los entregaran al párroco o al confesor. Frente a la Catedral, en la Plaza de las Pasiegas se hizo una pira con ellos. Claro está que supuso lo que yo llamo una especie de «muerte civil», al cercenar un vehículo tan importante para la transmisión del conocimiento de una persona y su obra como es un libro. De todas formas, la condena de excomunión no tuvo afortunadamente los efectos colectivos esperados y algunos se salvaron hasta hoy.
No quedando la Iglesia católica conforme, Francisco de Asís Aguilar, Obispo de Segorbe, diputado por representación eclesiástica y profesor de Historia Natural del Centro de Estudios Católicos, en enero de 1873 le lanza otra embestida y muy agria a García y Álvarez que, con pretensiones de ridiculizarlo y editada bajo el título «El Hombre, ¿es hijo del mono?» entre otras cosas denuncia que si el hombre es hijo del mono, la mujer lo sería de una mona.
La abnegación de García y Álvarez no se vio especialmente afectada por estos sucesos y en 1879 concurre al premio del Ateneo de Almería con su obra «Estudio sobre el Transformismo», siendo no solamente premiada sino ovacionada. Obra que se edita en 1883 con prólogo de Echegaray, y en la que conjugando lo respetuoso y conciliador respecto a Ciencia y Fe sin transgredir dogmas de ningún tipo, expone a lo largo de casi cuatrocientas páginas lo que podríamos considerar la primera obra original de un Español sobre esta materia, alejándose de la simple divulgación a través de un artículo o un discurso.
Hubo posteriormente en Granada algún otro suceso como el del catedrático de Farmacia, Miguel Rabanillo, que en Apertura de curso 1880-81 también encontró resistencia intelectual, en este caso por parte de Arturo Perales, catedrático de Obstetricia. En este caso, la discusión parece que no trascendió del ámbito universitario y con indicios de que posteriormente Perales suavizó su opinión antievolucionista.
La inercia en este sentido continuó en el tiempo incluso en los años cuarenta, cuando a otro sucesor en la misma cátedra de García y Álvarez, José Taboada, por sus ideas evolucionistas y su enfrentamiento, de nuevo con el Arzobispo de Granada, se le suspende de empleo, curiosamente no de sueldo, obligándole a abandonar el Instituto y la enseñanza activa.
El que suscribe este resumen, que en la actualidad ocupa la misma cátedra que García y Álvarez y Taboada en el hoy Instituto Padre Suárez de Granada, no puede por menos que enorgullecerse de sus antecesores, y esperar que la impermeabilización hacia lo científico desaparezca, que es el Conocimiento (con «C» mayúscula) el que nos hace mejores desde la tolerancia que éste nos aporta. Como decía H. Spencer «no es la ciencia, sino la indiferencia por la ciencia la que es irreligiosa«.