Albert Einstein (1879-1955) y su ciencia por José A. de Azcárraga [Sobre el autor] Catedrático de Física Teórica de la Universidad de Valencia |
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Hace cien años la prestigiosa revista alemana Annalen der Physik publicó cuatro artículos que revolucionaron el panorama científico. Los escribió Albert Einstein, un modesto ‘oficial de patentes de tercera clase’ de 26 años. Debido a la trascendencia de esos trabajos, el año 2005 ha sido declarado año internacional de la física. Se celebra así el Annus mirabilis de Einstein, nombre que recuerda otro año milagroso, 1666, en el que un Isaac Newton de 23 años concibió buena parte de sus descubrimientos.
En el primero de sus trabajos, Einstein formuló la teoría cuántica del efecto fotoeléctrico, estableciendo que el intercambio de energía entre la radiación y la materia no se hace de forma continua, sino en múltiplos de cuantos de energía luminosa. En el segundo artículo estudió el movimiento browniano para “encontrar hechos que garantizaran lo más posible la existencia de átomos de tamaño definido”, cuya existencia no era universalmente aceptada: 2005 es, también, el centenario del átomo. En el tercer trabajo, Einstein estableció las bases de la teoría de la relatividad especial, y en el cuarto la famosa relación entre masa y energía, E = mc2 (escrita de otra forma). Aunque Einstein es conocido sobre todo por la relatividad, el comité Nobel le otorgó el premio de 1921 “especialmente por el descubrimiento de la ley del efecto fotoeléctrico”. Al fin y al cabo, la relatividad pertenece a la física que luego se llamaría clásica, y la del efecto fotoeléctrico era una «revolucionaria» teoría cuántica. Albert Einstein nació en Ulm (Württenberg). Su infancia transcurrió en Munich en el seno de una familia judía «completamente irreligiosa» y de economía acomodada aunque inestable. Albert fue a una escuela primaria católica, y a los diez años ingresó en el Gymnasium (Instituto) Luitpold, de ambiente liberal y culto. «Como alumno –recordó- no era ni bueno ni malo. Mi principal debilidad era mi escasa memoria para las palabras y los textos”. Pero no fue, ni mucho menos, el mal estudiante que algunos querrían imaginar en busca de consuelo: “en matemáticas y física estaba, gracias al estudio que hice por mi cuenta, muy por encima del nivel del colegio”. A los once años comenzó a estudiar a Euclides y a los trece leía ya a Kant. Einstein también recibió clases de violín, desarrollando una afición a la música que compartiría con otros grandes físicos de la época: Max Planck (Nobel 1918) y Werner Heisenberg (Nobel 1932), por ejemplo, fueron excelentes pianistas. A los 15 años Einstein dejó el Luitpold Gymnasium, cuyos métodos memorísticos y disciplina le repugnaban. Su personalidad empezaba a cristalizarse: popular, pero distante; con muchos amigos, pero pocos íntimos. A los 16 años (dos antes de lo usual) hizo el examen de ingreso del famoso ETH (Politécnico) de Zurich y… fue suspendido. Pero sus resultados en matemáticas y física fueron tan buenos, que se le recomendó que se examinara de nuevo, y en 1896 ingresó en el ETH. El matemático Hermann Minkowski, profesor suyo, diría de él que como alumno era un genio, pero como estudiante un vago de siete suelas. Einstein asistía a clase irregularmente, estudiando en casa a los grandes de la física y la filosofía. También le gustaba la literatura, en especial Dickens, Balzac y Dostoyevski, y de éste Los hermanos Karamazov, probablemente la mejor novela desde El Quijote. A menudo le acompañaba en su trabajo Mileva Marić, la inteligente y decidida estudiante serbia con la que acabaría casándose. Con la ayuda de los apuntes de su compañero Marcel Grossmann, Einstein se graduó en Julio de 1900 (con nota media de 5 sobre 6). Curiosamente, el 14 de Diciembre de ese mismo año Planck introducía ante la Sociedad Alemana de Física su famosa constante h en un «acto de desesperación», necesario para poder explicar adecuadamente todo el espectro de la radiación del cuerpo negro. Esa fecha puede considerarse la del nacimiento de la física cuántica, a la que Einstein contribuiría de forma esencial poco después. En esa época Einstein era apátrida pues, disgustado “por la mentalidad militar del Estado alemán”, había renunciado a la nacionalidad alemana en Enero de 1896; en 1901 adquirió la suiza, que ya conservó para siempre. Einstein se colocó en 1902 en la oficina de patentes de Berna, y se casó al año siguiente con Mileva Marić. Ésta no contaba con la aprobación materna -“ella es un libro como tú, y deberías tener una esposa…hipotecas tu futuro”, le decía- y acabó siendo profundamente desgraciada. Einstein no fue buen esposo ni padre ejemplar: el Einstein bonachón e irónico que reflejan las conocidas fotos su madurez, ya en Estados Unidos, no siempre se corresponde con el Einstein joven y europeo. Con Mileva tuvo dos hijos, Hans Albert (1904), que acabaría siendo profesor de hidrología en Estados Unidos, y Eduard (1910), inteligente y enfermo, que murió casi olvidado en un psiquiátrico de Zurich. Con Mileva tuvo además una hija antes de casarse, Lieserl, de la que se pierde inmediatamente todo rastro; de hecho, su nacimiento fue mantenido en secreto hasta 1987 (los documentos personales de Einstein fueron celosamente custodiados por sus albaceas, que dificultaron la consulta de los que podían enturbiar su figura). Einstein se divorció de Mileva en 1919 y se casó con su prima Elsa, viuda y con dos hijas. Como Mileva, Elsa era mayor que él, y de ella no tuvo descendencia. Tras partir en 1932 hacia los Estados Unidos, Einstein ya no volvió a ver a su hijo enfermo ni a Mileva, que murió, completamente sola, en 1948. Pero volvamos a la ciencia de Einstein. El principio de relatividad establece que las leyes de la física son iguales en todos los sistemas inerciales: las magnitudes físicas pueden cambiar de valor al ser referidas a otro sistema inercial, pero en todos ellos rigen idénticas leyes. Así pues, su nombre no es afortunado, pues si bien la elección de sistema de referencia no es importante –es relativa- el principio nos habla sobre todo de lo que no lo es: de la invariancia de las leyes físicas respecto al sistema inercial considerado. Este aspecto absoluto de la relatividad no le pasó inadvertido -dicho sea de paso- a José Ortega y Gasset (vid. El tema de nuestro tiempo). Pero conviene aclarar un malentendido común: estrictamente hablando, la vieja mecánica de Newton también es relativista. Lo diferente son las transformaciones que relacionan los sistemas de referencia inerciales en una y otra mecánica, que en la newtoniana determinan el principio de relatividad de Galileo y en la einsteiniana (o ‘relativista’ a secas, en el uso consagrado y no muy preciso del término) el principio de relatividad de Einstein. Cuestionar el principio de relatividad –sin más- implica rechazar, a la vez, ¡la mecánica de Newton y la de Einstein! Ambas mecánicas son, no obstante, muy diferentes: el tiempo y el espacio poseen un carácter absoluto en la de Newton que no tienen en la de Einstein, donde dependen del observador. Como dijo Minkowski en 1908: “de ahora en adelante, el espacio y el tiempo por sí mismos están destinados a hundirse entre las sombras; sólo una especie de unión entre ambos [el espacio-tiempo] retendrá una existencia independiente”. El año 1914 encuentra a Einstein establecido en Berlín, ya científico reconocido y director del Instituto Káiser Guillermo. Einstein adoptó una actitud decididamente pacifista y, pese a la guerra, trabajó intensamente, estableciendo la teoría de la relatividad general en 1916. En la especial había que conceder un carácter privilegiado al movimiento uniforme. Entonces, ¿cómo deberían ser las leyes de la naturaleza para que se aplicasen a cualquier sistema de coordenadas? Einstein había concluido ya en 1907 que no había razón para distinguir entre un sistema de referencia en reposo en un campo gravitatorio y otro uniformemente acelerado. Con la relatividad general dio paso más, construyendo una teoría de la gravedad en la que sus efectos se deben a la geometría (riemanniana) del espacio-tiempo: la relatividad general es, sencillamente, una dinámica del espacio-tiempo físico.
La teoría de Einstein modificaba la sagrada ley de la gravitación universal de Newton. ¿Cómo comprobarlo? El pequeño desacuerdo del movimiento del planeta Mercurio con la mecánica newtoniana resultó estar, para delicia de Einstein, en perfecto acuerdo con su teoría. Pero ésta contenía, además, una predicción espectacular: la luz poseía ‘peso’, es decir, debía ser atraída y desviada por los cuerpos celestes. Tras su verificación, el Times de Londres del 6-XI-1919 anunció: “Revolución en la ciencia –nueva teoría del universo- las ideas de Newton, derrocadas”. “Ya sabía yo que tenía razón”, afirmó Einstein al conocer los resultados. ¿Y si hubieran sido negativos? “Entonces lo sentiría por el buen Dios; la teoría es correcta”. En su formulación, Einstein no partía de la experimentación: las hipótesis iniciales dotaban a la teoría de un gran contenido conceptual y hasta filosófico, y su propia belleza constituía la mejor garantía de su veracidad. Einstein adquirió súbitamente fama universal. En 1921 visitó los Estados Unidos, donde se le hizo –como en otros países- un recibimiento apoteósico. En España –tras contactos con Esteve Terradas, Julio Rey Pastor y Santiago Ramón y Cajal- estuvo diecisiete frenéticos días en 1923, en Barcelona, en el Institut d’Estudis Catalans, en Madrid y luego en Zaragoza. En Madrid dió charlas en el Seminario Matemático de la Junta de Ampliación de Estudios y en la famosa Residencia de Estudiantes (con Ortega de traductor); fue nombrado miembro de la Academia de Ciencias en presencia de Alfonso XIII y habló en el Ateneo en un acto presidido por Gregorio Marañón. En cierta ocasión, el físico P. Ehrenfest le preguntó por la razón de su visita a España, donde “no había física de interés para él”. “Sí -respondió Einstein- pero el rey da unas fiestas excelentes…” La realidad es que la visita fue agotadora, con conferencias, entrevistas, reuniones, honores y homenajes, entusiasmo de público y prensa y –también- alguna polémica con grupos que querían apropiarse de Einstein para su causa. Científicos (Terradas, Blas Cabrera, Julio Palacios, Fernando Lorente de Nó, Ramón y Cajal, etc), políticos y hasta sindicalistas mantuvieron contactos con el ilustre huésped. Einstein aprovechó su estancia para visitar Toledo; cuenta Ortega que pasó casi todo el tiempo en la sinagoga de Santa María la Blanca “soñando Dios sabe qué”.
En Alemania, sin embargo, la situación personal de Einstein comenzaba a ser muy difícil por ser judío. Incluso un Nobel de física (1905), Philipp Lenard (quien se afiliaría al partido nazi), se alzó en contra suya, y en Leipzig se publicó 100 autores contra Einstein. “Si estuviera equivocado, un solo profesor bastaría”, comentó. Tras rechazar varias ofertas de trabajo (la Universidad Central de Madrid también le ofreció en 1933 una cátedra extraordinaria), Einstein y su esposa partieron en 1932 hacia los Estados Unidos. En una anticipación al 1984 de George Orwell, la voz ‘Einstein’ en la enciclopedia alemana fue modificada para decir: “destituido en 1933 de su puesto de Director del Instituto Káiser Guillermo y privado de la ciudadanía alemana. Desde entonces vive en el extranjero”. Einstein nunca perdonó a Alemania, y jamás volvió a ella. En 1933 se instaló el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton y en 1940 adquirió la nacionalidad estadounidense. Allí dedicó veintidós años a meditar sobre la naturaleza de la física cuántica y a la búsqueda de una teoría unificada de la gravedad y del electromagnetismo, pero el éxito no le acompañó esta vez: «lo que Dios ha separado, no lo una el hombre», decía con su mordaz ironía otro físico ilustre, Wolfgang Pauli (Nobel 1945). Sus mayores contribuciones a la ciencia quedaron en Europa. Su rechazo de la teoría cuántica ‘ortodoxa’ ilustra la concepción einsteiniana de la realidad física, y merece un comentario. La física clásica distingue perfectamente entre el observador y lo observado, separación que no es factible en el mundo atómico. Como Einstein mismo había contribuido a establecer, la luz no siempre se comporta como una onda, sino que a veces presenta aspectos corpusculares: se llama fotón al corpúsculo luminoso. Esta dualidad partícula-onda de la luz fue extendida en 1914 por Louis de Broglie (Nobel 1929) a los cuerpos materiales, y se confirmó experimentalmente en 1927. Pero en ese caso, por ejemplo, ¿qué es un electrón? ¿una onda o un corpúsculo? El físico danés Niels Bohr (Nobel 1922), resolvió la situación por medio del principio de complementariedad: ambas descripciones, corpuscular y ondulatoria, son complementarias. El observador contribuye a determinar lo que percibe: distintas experiencias conducen a distintas ‘realidades’ y ningún fenómeno cuántico elemental es un fenómeno hasta que se observa. Einstein, por el contrario, sostenía que la teoría cuántica proporcionaba una descripción parcial de la realidad, por lo que sólo constituía un estadio intermedio hacia otra teoría más completa, negándose a aceptar la interpretación de Copenhague (de Bohr y Heisenberg) de la mecánica cuántica, admitida por la mayoría de los físicos y, en la práctica, utilizada por todos ellos (Einstein incluido). Einstein, sin embargo, no estuvo solo en ese rechazo: lo compartieron –en mayor o menor grado- otros ilustres físicos como Planck, de Broglie y Erwin Schrödinger (Nobel 1933). Aún hoy, la insatisfacción por algunos aspectos de la teoría cuántica sigue en pie, pese a que la polémica Einstein-Bohr parece estar resuelta experimentalmente en contra de Einstein. La extraordinaria fama de Einstein le permitió hacerse oír también en todo tipo de foros políticos y sociales. Por ejemplo, Einstein se identificó con el pueblo judío y se hizo ferviente sionista a partir de 1919: “soy contrario al nacionalismo pero estoy a favor del sionismo”, manifestando su alegría porque hubiera “una diminuta mota en esta tierra donde los miembros de nuestra tribu no sean extranjeros”. A la muerte de Chaim Weizmann en 1952, David Ben-Gurion sugirió a Einstein como sucesor en la presidencia de Israel. “Conozco algo sobre la Naturaleza, pero prácticamente nada sobre los hombres” afirmó para declinar el ofrecimiento, estableciendo así un criterio que, de aplicarse, dejaría a un buen número de Estados sin su cabeza visible. Cabe preguntarse, como me comentó el ilustre hispanista y entonces presidente de Israel, Dr. Navón, qué hubiera sucedido de haber aceptado. Einstein fue toda su vida un pacifista convencido. Ello no le impidió -como a tantos otros pacifistas- sentirse beligerante cuando estuvo en peligro la libertad. Por eso escribió el 2-VIII-1939 al presidente Roosevelt alertándole sobre la posibilidad de construir una bomba de uranio. El temor a que Alemania la consiguiera antes era fundado: la fisión del uranio había sido descubierta por Otto Hahn (Nobel 1944) y Fritz Strassmann en el Instituto Káiser Guillermo en 1938. En Alemania, además, estaba Heisenberg; se sabe ahora que en febrero de 1942 dio una charla titulada ‘Fundamentos físicos para obtener energía de la fisión del uranio’, a la que siguió otra en presencia de Albert Speer, el eficaz ministro de armamento y construcción de Hitler. Sin embargo, los alemanes estuvieron muy lejos del ‘éxito’, y más aún los japoneses, que también tuvieron un pequeño programa nuclear liderado por Yoshio Nishina. Cabe especular sobre si Heisenberg no pudo o no quiso poner un arma terrible en manos de los nazis, y sobre los motivos de su misterioso viaje de 1941 al Copenhague ocupado para visitar a su antiguo maestro y amigo Bohr; la famosa entrevista es la trama teatral de Copenhague, de Michael Frayn. Einstein no tuvo relación con el proyecto Manhattan, que dirigió con extraordinaria eficacia el físico J. Robert Oppenheimer. Tras las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki (el 6 y 9 de Agosto de 1945) Einstein afirmó: “si hubiera sabido que los alemanes no iban a poder desarrollar la bomba atómica, no hubiera hecho nada por ella” ¿Demasiado tarde? No cabe aquí discutir, como Tolstoy en Guerra y Paz, la posible importancia de pequeños acontecimientos en el curso de una guerra. Es más que probable que sin las cartas de Einstein todo hubiera seguido un curso semejante. En cualquier caso, Einstein dedicó toda su influencia y su prestigio a advertir a la humanidad del peligro de un holocausto nuclear, firmando el manifiesto Russell-Einstein dos días antes de morir, el 18 de Abril de 1955. ¿Dónde radicó el genio de Einstein? Él mismo había indicado que su cerebro debía ser utilizado con fines científicos. Durante la autopsia le fue extraído y, en 1999, la revista The Lancet publicó el primer estudio anatómico detallado. Se encontró que los lóbulos parietales, importantes en el razonamiento espacial y matemático (esencial, por ejemplo, en la formulación de la teoría de la relatividad), eran más grandes y simétricos en el cerebro de Einstein. Se vio también que la cisura de Silvio y los opérculos parietales estaban prácticamente ausentes, algo que quizá permitiera una conexión nerviosa más eficaz y, por tanto, una mayor inteligencia, de acuerdo con ideas que se remontan a Santiago Ramón y Cajal (Nobel 1906). Pero, sea cual fuere la razón de su genialidad, su legado es enorme, y no sólo –es importante resaltarlo- en el campo del conocimiento puro. En efecto: sus extraordinarios descubrimientos teóricos constituyen la base de avances tecnológicos no menos espectaculares. Las células fotovoltaicas, los transistores, los ordenadores, la superconductividad, el láser, la medicina ‘nuclear’, la óptica cuántica, los condensados de Bose-Einstein (una de las muchas otras contribuciones de Einstein que no he mencionado), la nanotecnología, la computación cuántica, la biología molecular, la energía nuclear, la exploración del espacio y en general la microfísica y las bases de la química, deben mucho a la mente de Einstein y a otras igualmente curiosas. Hasta la relatividad general tiene aplicaciones bien cercanas: la precisión de los sistemas de localización (GPS) sería imposible sin las correcciones por gravedad y velocidad de los satélites que se usan en la triangulación. La vida actual sería sencillamente imposible sin la tecnología que tiene su origen en la física de Einstein. Conviene recordarlo cuando se oye que la investigación debe ser aplicada y orientada a resolver sólo problemas ‘prácticos’, pues a todo gran avance conceptual le sigue, inexorablemente, una gran revolución tecnológica. Todas las ideas fundamentales de la física moderna -relatividad, teoría cuántica, cosmología- nacieron en el primer cuarto del siglo XX. La contribución de Einstein al conjunto de esas ideas fue mayor que la de cualquier otro científico. En lo social, Einstein mostró una preocupación, independencia e integridad fuera de lo común, pese a que se enfrentó a disyuntivas de extrema gravedad, que casi nadie ha tenido que afrontar. En ningún campo, sin embargo, realizó ninguna aportación comparable a las que hizo en el de la física, a la que dedicó lo mejor de su actividad. Así, sus ideas sobre la imperiosa necesidad de ‘un gobierno mundial’ son más propias de un espíritu utópico que de un conocedor de las sociedades creadas por el hombre, quizá porque en sus muchas consideraciones sobre la naturaleza humana no parecía tener cabida la teoría de la evolución. Hubiera sido interesante conocer su parecer sobre el 1984 de Orwell, quien tenía una visión más sombría de los supergobiernos. Sin embargo, el prominente lugar de Einstein en la historia está garantizado por sus excepcionales contribuciones a la ciencia y por ser, junto con Newton, uno de los dos físicos más grandes que han existido. Por ello, si Einstein viviera hoy, contemplaría con satisfacción cómo la física teórica moderna sigue el camino de la unificación de las interacciones y de la geometrización de la naturaleza que él mismo trazó, y cómo la teoría cuántica –que nunca le satisfizo- está atravesando una segunda revolución cuyo resultado final aún no es predecible. Cien años después de su Annus mirabilis, la ciencia continúa explorando el universo de Einstein. Los problemas que él no pudo resolver determinan, todavía hoy, la frontera del conocimiento. Por ello, apenas entrados en el siglo XXI, y ante la creciente banalización del conocimiento y la cultura, es conveniente recordar lo que el propio Einstein afirmó en 1952 y que, sin duda, le es aplicable a él mismo: “sólo hay unas cuantas personas ilustradas con una mente lúcida y un buen estilo en cada siglo. Lo que nos ha quedado de su obra es uno de los tesoros más preciados de la humanidad… No hay nada mejor para superar la presuntuosidad modernista”. |
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José Adolfo de Azcárraga Feliu es catedrático de física teórica de la Universidad de Valencia y miembro del IFIC (CSIC-UVEG). Su actividad investigadora y docente se desarrolla en torno a la física matemática y teórica de alta energía. También está interesado en la historia y filosofía de la ciencia y en la evolución social y política de la humanidad. Esta doble vertiente se manifiesta en sus múltiples trabajos científicos y en sus artículos de divulgación. Su compromiso con la educación se resume en esta frase suya: Nada es más importante que la educación; su coste es despreciable frente al de la ignorancia. |