Diego Ruiz Cortés, un ejemplo por Manuel Martínez Vela Catedrático de Dibujo. I.E.S. Padre Manjón. Granada |
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Se supone que este texto debería titularse de otro modo. Lo aclaro de antemano porque me pidieron que escribiera sobre mi obra y mi trayectoria artística, pero pronto vi que esto me iba a resultar, si no imposible, sí al menos muy embarazoso. Creo que es preferible que este encargo se le haga a alguien que me conozca, que sepa de mi trabajo como artista, y que, viéndome desde fuera, pueda aportar una visión más objetiva que la que podría dar uno sobre sí mismo. Así, y abusando de la amistad y de la confianza de quienes dirigen esta revista, he preferido que estas líneas estén dedicadas a alguien que para mí ha sido un ejemplo y a quien profeso un gran respeto y admiración desde mi infancia. Yo, que me muevo desde hace ya muchos años entre la docencia y el arte, he querido dedicárselas a un gran artista y un gran profesor.
Hace unos meses tuve la ocasión de visitar la exposición ‘Espacio, geometría y color’ que organizaba la Diputación de Sevilla. La muestra presentaba un recorrido antológico por lo que ha sido la labor artística de uno de los pintores más interesantes, y también menos conocidos, que ha parido nuestra fecunda tierra sureña. Se trata de Diego Ruiz Cortés, un artista, que durante algunos años estuvo vinculado a nuestra ciudad y que dejó una huella imborrable en muchos de los que entonces éramos niños y nos gustaba todo eso de la pintura y el dibujo. En la magnífica exposición, que recogía una selección de pinturas desde principios de los 50 hasta nuestros días, se mostraban algunas obras que yo ya había visto, siendo muy pequeño, en las salas del Palacio Abacial. Unos cuadros en los que los trazos negros y amarillos aportaban una visión personal sobre las tierras de Alcalá después de la quema del rastrojo, una metáfora quizá de la situación por la que atravesaba nuestro pueblo en aquel momento, y que trajeron a mi memoria un aluvión de recuerdos. Recordé una época difícil en la que yo estaba dando mis primeros pasos en esto del arte y en la que tuve la suerte de tropezarme con un profesor de dibujo que se implicó al máximo con sus alumnos y que consiguió que alguno de ellos terminara siguiendo sus pasos. Diego Ruiz Cortés nació en La Puebla de Cazalla (Sevilla) en 1930. Estudió Bellas Artes en la capital hispalense y ya desde muy joven participó en los primeros movimientos de renovación de la plástica andaluza, que en la Andalucía occidental tuvieron su concreción, durante la década de los 50, en los grupos ‘Joven Escuela Sevillana’ y ‘La Rábida’. Fue ésta una época en la que, en diferentes puntos del país, empezaron a surgir los primeros movimientos culturales y artísticos encaminados a superar el letargo cultural producido por la Dictadura, y Diego participó en esta corriente renovadora junto a artistas como Carmen Laffon, José Luis Mauri o Paco Cortijo. A finales de los sesenta Diego Ruiz Cortés es destinado como profesor de Dibujo al recién inaugurado Instituto Alfonso XI de Alcalá la Real. Aquí desarrollará, hasta 1972 y simultáneamente, su labor docente y artística. Son estos unos años, como bien apunta Ivan de La Torre, “… de vital importancia por recoger y sintetizar los logros conseguidos en torno al paisaje, prefigurando recursos plásticos que conformarán sus consiguientes etapas en las que la abstracción geométrica será nota predominante”[1] Pinta los campos de Alcalá, retrata a compañeros y amigos, y pronto contacta con los pintores locales que por aquellos entonces estaban creando un ambiente de efervescencia artística, a pesar de las dificultades que podían encontrarse en un pueblo de interior de la Andalucía de principios de los setenta. Pepe Sánchez o Lola Montijano, entre otros, fueron testigos de la llegada de este soplo de aire fresco que trajo Diego al ambiente artístico alcalaíno. En el instituto, don Diego, como lo llamábamos sus alumnos, no se limitó sólo a ejercer su magisterio en largas jornadas laborales durante la semana, sino que aún fue capaz de sacar energías y ganas de no se sabe dónde para, en un ejemplo de entrega a la docencia, impartir clases de pintura, en horario no lectivo, durante las mañanas de los sábados. Asistíamos a ellas un gran número de niños que, bajo su dirección, tuvimos nuestro primer contacto con el óleo y con los lienzos, en un aula de dibujo recién estrenada que para nosotros era uno de los sitios más maravillosos del mundo. Así pasaron tres años que, viéndolos desde la distancia, parece que fueron más. Diego marchó después a su tierra sevillana y allí siguió ejerciendo su labor docente hasta su jubilación en 1995. Durante unos años prácticamente desapareció del circuito expositivo participando sólo en contadas colectivas, con alguna excepción, como la exposición individual de 1982 en la Galería Melchor de Sevilla. Sin embargo su producción artística no cesó. A partir de 1995 vuelve a mostrar su obra con más asiduidad y ésta empieza recibir el reconocimiento que se merece. La sevillana Galería Birimbao, dirigida por cierto por la alcalaína Mercedes Muros junto con Miguel, su marido, presenta en 2006 una de sus últimas exposiciones individuales. Lleva por título ‘Geometría íntima’ y es una deliciosa colección de dibujos sobre papel en los que la abstracción geométrica es ya la protagonista absoluta. La pintura de “este reflexivo y silencioso pintor”, como lo define Fernando Martín1, ha ido evolucionando y lo ha hecho siempre desde planteamientos muy personales, con una fuerte presencia de la geometría y el color. Humanismo y razón, ciencia y emoción: líneas rectas, polígonos, espacios y perspectivas a veces imposibles, colores que llenan esos espacios y en ocasiones los desbordan, todo un vocabulario personal puesto al servicio de los sentimientos. Un repertorio plástico voluntariamente limitado, austero en muchos casos, que nos confirma, como ya lo hicieron en su momento los tracistas árabes en la Alhambra, que la geometría, la matemática visible del espacio, no es tan fría cuando la razón y el corazón se confabulan para emocionar al espectador. El silencio que ha envuelto su trabajo durante décadas está siendo sustituido, afortunadamente, por el reconocimiento que merecen su obra y su persona. La reciente exposición antológica referida o la publicación de una tesis doctoral sobre su obra1, no vienen sino a confirmar que nos encontramos ante alguien que, a pesar de su sencillez, es importante. Diego ha sido siempre un ejemplo como profesor y como artista. Ha sabido compaginar dos profesiones que, aunque viéndolas desde fuera puedan parecer otra cosa, están llenas de dificultades e ingratitudes, como bien sabemos quienes estamos inmersos en ellas. Sus años alcalaínos siguen siendo una referencia en todas las publicaciones y estudios que van apareciendo sobre su obra. Fueron importantes para él, pero también fueron importantes para Alcalá. Por eso me permito reclamar desde estas páginas que Alcalá, un pueblo que ama la cultura y que es generoso y agradecido con quienes han dejado su huella en él, le rinda el homenaje que se merece y que lo haga de la mejor manera posible. Han pasado más de 35 años desde que sus obras estuvieron expuestas en las vetustas salas del Palacio Abacial. Yo creo que ya va siendo hora de que podamos disfrutar otra vez de ellas. |
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