En la portada última de Pasaje a la Ciencia, la del año pasado, se daba a conocer un sencillo poema de juventud de nuestro científico más grande. Además, era poeta.
Los poetas eligen con cuidado las palabras, las enredan delicadamente con otras para que sus ecos suenen nuevos, para estremecernos. Los poemas se convierten de ese modo en ríos de sensaciones que nos alcanzan y nos inundan, que nos transportan.
Será por eso que aquel poema ha unido también las épocas. Las palabras que encierra sugirieron en un instante la idea para el homenaje a Darwin.
No sé si él escribió poemas, pero sus palabras ordenadas, el ritmo pausado, constante y firme de sus relatos han atrapado las vivencias -las suyas y las de tantos-, recreando sobresaltos y pasiones desde un tiempo remoto, para que las contemplemos activas recorriendo fugaces la red misteriosa que D. Santiago deshilvanó para que nos comprendiéramos, tal vez para que nos amáramos.
Por todo eso he desempolvado aquel libro que mimaba desde que era estudiante, porque estaba emocionada.
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